Constelaciones lingüísticas

El astronauta Matt Kowalski flota en el espacio rodeado de una oscuridad casi absoluta.[1] Sabe que para él no hay ningún tipo de esperanza, sabe que morirá solo, a cientos de kilómetros de la tierra. De todas maneras, y a pesar de encontrarse en una situación con un inevitable desenlace trágico, Kowalski decide cargar de sentido los últimos minutos de su existencia.

Con el corazón en un puño, el espectador de Gravity, ya plenamente sumergido en este drama espacial, escucha la voz tranquila del experimentado astronauta que, a pesar de las circunstancias, anima y guía a la doctora Ryan Stone hasta la nave. Al final, le oímos decir con voz emocionada: «Oh, Dios mío! Guau! Escucha Ryan, deberías ver el sol sobre las nubes. Es impresionante! «. Luego, se hace el silencio.

El poderoso contraste entre, por un lado, el cuerpo de Kowalski inmerso en la oscuridad del universo y, por otro, sus inspiradoras palabras, ponen de manifiesto, de manera punzante, la abismal diferencia que existe entre la vida de una persona y la indiferente realidad del cosmos.

Sin embargo, no conviene olvidar que las partículas fundamentales que constituyen el sol, las nubes, o la tierra, son hermanas de aquellas que forman parte de los cerebros de los que emerge la conciencia que nos permite darnos cuenta de la admirable, o perturbadora, presencia del mundo que nos rodea. Es decir, somos, hasta donde ahora podemos vislumbrar con los ojos de la ciencia, materia y energía cósmica regida por fuerzas universales.

Pero, sin muchas dificultades, también podemos constatar que, en el caso concreto de las personas, estos ingredientes básicos están organizados de tal manera que nos permiten ser conscientes de nuestra propia existencia. En otras palabras, somos naturaleza consciente y la conciencia de una parte de la naturaleza.

Este hecho nos sitúa en un nivel de realidad fascinante, desconcertante, y muy problemático, ya que la conciencia que emerge de la materia es, si somos consecuentes, el privilegiado ámbito en el que el universo tiene, realmente, sentido.

En efecto, los océanos, el sol, las nubes, o los átomos huidizos, únicamente pueden ser admirables o perturbadores, comprensibles o ininteligibles, dentro del campo de sentido de una vida humana. El escenario en el que la realidad adquiere significado es, siempre, el escenario de nuestra mente consciente. Es, por tanto, en el área de nuestra vida personal donde, realmente, nos encontramos con la experiencia de sentido, o con la esperanza de poder encontrarlo algún día. Más allá, y hasta que no se demuestre lo contrario, nos podemos arriesgar a decir que la realidad, simplemente, es. Y, hoy por hoy, este ser de la realidad resulta que para nosotros es, en última instancia, un gran misterio.

En otras palabras, nosotros sí nos podemos maravillar, como Kowalski, contemplando el sol sobre las nubes, pero ni el sol, ni las nubes, como todos sabemos, pueden admirarse de nada. Es decir, la realidad en sí misma no necesita tener sentido: es tal como es y punto. Pero, la naturaleza que se organiza y emerge como realidad vital y humana, la mía o la tuya, sí que necesita el sentido; lo necesita tanto o más que el oxígeno para respirar.

De la mano de la física podemos dar otro paso más en la dirección que ahora acabamos de señalar. Imaginemos, por un momento, que somos astronautas y que flotamos en el espacio más allá de Orión, cerca de la Puerta de Tannhäuser.[2] Para nosotros, en este peculiar contexto, mirar hacia abajo querría decir, por ejemplo, mirar las botas de nuestro traje espacial, y mirar hacia la derecha o hacia la izquierda implicaría mover un poco los ojos, o la cabeza, en alguna de estas direcciones. Pero en el cosmos no hay diferencia entre las direcciones ni, por tanto, tiene mucho sentido hablar de arriba, o de abajo, de derecha o de izquierda. Somos las personas quienes establecemos estos parámetros visuales y verbales que, sin duda, resultan extraordinariamente útiles en un marco de relaciones muy concreto: el planeta tierra, la sociedad humana, y nuestro cuerpo. Ahora bien, estas distinciones, y el vocabulario asociado a ellas, dejan de tener sentido en el marco impersonal de un universo sin vida.

Así pues, «hacia arriba» o «hacia abajo» son expresiones que indican direcciones que tienen significado, y son extraordinariamente útiles, en un contexto humano, es decir, en un universo con una dimensión personal, pero dejan de ser imprescindibles si imaginamos el cosmos desde la abstracta perspectiva de las leyes de la física.

Nosotros, como el Golem del poema de Jorge Luis Borges, somos los prisioneros de una red sonora de: «Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora, / Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros».[3] Pero un universo sin vida no necesita estas categorías porque, como hemos comentado anteriormente, le basta con ser.

Llegados a este punto podemos conjeturar que, los significados y los valores, son propiedades emergentes de una determinada organización de la realidad. Podríamos decir, que son los frutos inestables y huidizos de la vida consciente de cada uno de nosotros.[4] Es otras palabras, habitamos una realidad mental, arraigada en una misteriosa realidad subyacente, que nos permite dar razón de las realidades con que nos encontramos y con las que nos relacionamos. Y, para que esto sea así, el lenguaje resulta imprescindible.

Este planteamiento nos puede hacer pensar en las sugerentes palabras de Aristóteles al comienzo del Libro VII de la Metafísica: «El ser se dice de muchas maneras» To òn légetai pollakhos.[5]

Efectivamente, sobre la realidad se puede hablar de muchas maneras diferentes porque, en definitiva, la única posibilidad que tenemos de aspirar a comprenderla es mediante la elaboración de interpretaciones. Es decir, nuestro mundo mental está constituido por un sistema de interpretaciones parciales, diversas, temporales, insuficientes y cambiantes que intentan dar cuenta de la realidad que se encuentra más allá de ellas.

Hay un dibujo de Newton que me gusta evocar cuando pienso sobre estas cuestiones. Es un dibujo, muy sencillo y esquemático, en el que se ve una ventana por donde entra un rayo de luz que, al atravesar un prisma situado en el centro de la estancia, hace visible, en una superficie blanca, los colores del arco iris.

Sin duda, un prisma transparente es un objeto de apariencia sencilla y propiedades fascinantes, ya que tiene la capacidad de hacer que la luz invisible despliegue, ante nuestros ojos, una variada y sorprendente gama de colores. También, como todos sabemos, las gotas de lluvia nos permiten, a veces, disfrutar de esta fascinante experiencia visual.

El caso es que, con toda la cautela del mundo, podríamos decir que las personas somos una especie de complejísimo prisma, capaz de convertir la realidad en bruto en una multiplicidad de realidades que adquieren verdadero sentido cuando se hacen presentes en el escenario de la conciencia.

Así pues, los colores del arco iris, tal como nosotros los vemos un día de lluvia, son una experiencia mental: una manera personal de experimentar el mundo. En efecto, nuestro cerebro convierte las ondas de luz en un maravilloso espectro de colores y elabora interpretaciones con sentido que dan cuenta y hacen comprensible este desconcertante fenómeno.

Es decir, la vida de las personas tiene el poder de crear interpretaciones reales de la realidad y son ellas las que hacen posible el conocimiento. Por esta razón, la experiencia de la comprensión se produce siempre en el campo de sentido que crea una interpretación. Dicho de otro modo, ser capaz de percibir el mundo no garantiza que lo que perciben nuestros sentidos sea comprendido. Lo que realmente posibilita el acceso a la comprensión de la realidad son las diferentes maneras que tenemos de interpretarla y hablar de ella.[6] Son, pues, los sistemas lingüísticos los que nos permiten establecer redes de conexiones significativas que iluminan el mundo y dan razón de nuestras visiones de la realidad.

Desde cada teoría o relato, ya sea de Aristóteles, Newton, o Goethe, el mundo adquiere sentido. Es decir, se ve, y se entiende. Por supuesto, no se trata en estos momentos de juzgar el grado de verdad que corresponde a los diferentes modelos, sino de poner de manifiesto que hay muchas maneras de hablar sobre la realidad. Por esta razón, por ejemplo, las interpretaciones de la pintura, «Cuadrado negro», de Kazimir Malévich o de “Silla y ropa”, de Antoni Tàpies, no se agotan por el mero hecho de leer el título de la obra.

Por lo tanto, el papel del lenguaje en la interpretación y compresión de todo lo que vemos es fundamental, y así lo ponen de manifiesto numerosas investigaciones[7] y buena parte de la mejor filosofía contemporánea.[8]

En efecto, la realidad del lenguaje es la condición de posibilidad del significado y el valor de la realidad. Es decir, el lenguaje es el sistema de signos que nos permite hablar con sentido sobre la realidad y compartir nuestras interpretaciones con otras personas.

Hasta ahora hemos trabajado con la hipótesis de que tanto la vida como la conciencia son manifestaciones emergentes de un tipo particular de organización de la materia y de la energía del universo. Y ahora empezamos a ver que estas propiedades y procesos emergentes introducen, de manera inevitable, novedades significativas en las posibilidades de relación de la realidad consigo misma. Es decir, la organización de la realidad como estructura empírica humana, y la emergencia en ella de la vida mental consciente, hacen posible la aparición de un universo de realidades que se conectan mediante los campos de sentido que crea cada persona gracias al lenguaje. Podríamos decir, que la realidad subyacente, misteriosa e inalcanzable, se despliega a través de la estructura empírica del hombre y se hace, al fin, humanamente real, es decir, visible y comprensible.[9] Por esta razón, podemos hablar de la realidad de maneras muy variadas, sin que ninguna de esas aproximaciones pueda dar cuenta plena de toda ella.

Así pues, desde este horizonte de comprensión vemos que la realidad únicamente tiene sentido en el escenario de la conciencia, o, mejor dicho, en la vida de una persona consciente. Más allá, como hemos comentado antes, el universo es, y, con eso, ya tiene suficiente.

Este cambio de perspectiva no implica ninguna negación de la realidad exterior, sino que la preserva como tal y, al mismo tiempo, reconoce y pone de manifiesto que, solo, podemos establecer un contacto satisfactorio con ella desde los campos de sentido que crea la vida humana.

Dicho de una manera más comprensible: en la vida consciente de las personas es donde la realidad adquiere sentido, pero es la realidad la que hace posible la vida de las personas. Así pues, sin vida consciente hay realidad, pero no realidades con sentido.

En resumen, el universo adquiere sentido en nuestra mente y la mente es el resultado de un proceso emergente de la naturaleza que hace posible la creación de los modelos con los que hablamos y damos razón de las diferentes configuraciones con las que se nos presenta el mundo subyacente, o la realidad primera.

Esto implica aceptar, por ejemplo, que la ciencia no trabaja con la realidad en bruto, sino con modelos explicativos que continuamente se ponen a prueba y que, al dejar de ser científicamente útiles, se modifican o se cambian por otros mejores.

En cambio, cuando hablamos de filosofía o de arte nos situamos en un contexto de sentido diferente.

En el caso del arte la aspiración a la verdad no tiene que ver, como en los dominios de la ciencia, con la elaboración de modelos teóricos que tienen que poder ser verificados o falsados mediante resultados empíricos, sino que tiene que ver con procesos de interpretación que nos revelan nuevos horizontes de comprensión; nuevos campos de sentido que no se han de probar, «solo» se han de vivir y, en la medida de lo posible, justificar.

Las creaciones artísticas son, por tanto, productos abiertos a la interpretación y al diálogo, a la emoción y al pensamiento, a la admiración o el rechazo. Desde ellas, y con ellas, podemos crear variadas constelaciones de sentido, relatos que nos ayudan a descubrir significados que amplían nuestra visión del mundo y de las otras personas. Y, hay que añadir, por último, que, aunque este conocimiento no sea ni pueda ser científico, quien lo experimenta de verdad no tiene ninguna duda de que es vital e imprescindible.

[1] Gravity. Dir. Alfonso Cuarón. Warner Bros. Pictures. 2013 (min 32)

[2] Blade Runner. Dir. Ridley Scott. Warner Bros. 1982.

Monólogo final del «replicante» Roy Batty: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo… como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.”

[3] Jorge Luis Borges. Obras Completas, Vol. 2.

[4] Pensando en la realidad.

[5] Valentín García Yebra en la edición trilingüe de la Metafísica traduce: “Ente” se dice en varios sentidos.

[6] La realidad en colores.

[7] Steven Pinker, por ejemplo, da muchas referencias.

[8] Hans-Georg Gadamer. Verdad y método.

[9] Ahora bien, siempre de manera limitada, diversa y temporal.

 

© Fotografía José A. Montes (Josep Montes)

 

Libros consultados:

  • Aristóteles. Metafísica (Edición Trilingüe de Valentín García Yebra) Madrid: Gredos, 1987.
  • Borges, Jorge Luis. Obras Completas, Vol. 2 (1952-1972) Buenos Aires: Emecé, 1989.
  • Carroll, Sean. El gran cuadro: los orígenes de la vida, su sentido y el universo entero. Barcelona: Pasado & Presente, 2017.
  • Gadamer, Hans-Georg. Verdad y método. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1991.
  • Kuhn, Thomas S. La estructura de las revoluciones científicas. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.
  • Marías, Julián. Antropología metafísica. Madrid: Alianza editorial, 1995.
  • Marías, Julián. Idea de metafísica. Buenos Aires: Editorial Columba, 1954.
  • Pinker, Steven. El instinto del lenguaje. Madrid: Alianza editorial, 2012.
  • Popper, Karl R. Búsqueda sin termino. Una autobiografía intelectual. Madrid: Editorial Tecnos, 1985.