La libertad atisbada

Ladislas Starewitch era un hombre paciente y curioso, un entomólogo aficionado, que un buen día decidió filmar la dramática lucha de dos escarabajos machos de la especie Lucanus cervus. Con la meticulosidad de un maestro artesano construyó un acogedor escenario, que inundó de luz artificial para poder captar con todo detalle, el enfrentamiento entre los dos coleópteros.

Cuando terminó de hacer los preparativos preliminares, los ciervos volantes fueron depositados, amorosamente, sobre el campo de batalla y un silencio grávido se apoderó de la sala de rodaje. Los escarabajos estaban tan cerca el uno del otro, que sus mandíbulas amenazadoras se tocaban, pero los majestuosos insectos, bien visibles a través de la lente de la cámara, parecían dos esculturas de azabache.

Los minutos se deslizaban monótonamente, mientras la paciencia de Starewitch resquebrajaba como el barro bajo el sol. Pero los escarabajos, inmóviles como los modelos de una clase de pintura, parecían petrificados. No había nada que hacer; la instintiva furia luchadora de aquellos actores noveles se había diluido, por arte de magia, en el aire frío del plató.

La experiencia fue muy frustrante para Starewitch, pero como era un hombre tozudo e ingenioso no paró de pensar hasta que, por fin, encontró una solución satisfactoria a su problema: una imaginativa solución, que contribuyó a cambiar el curso de la su vida y, con el tiempo, lo convirtió en uno de los maestros más admirados del cine de animación. Muchos años después, Starewitch, evocó en un manuscrito autobiográfico aquel decisivo episodio y, negro sobre blanco, dejó constancia de la idea que le permitió salir del callejón sin salida al que le habían conducido su pasión cinematográfica y entomológica. Escribió: “¿Si se puede animar un dibujo, por qué no se va a poder animar un escarabajo muerto poniéndolo en las posturas adecuadas?” [1]

Dicho y hecho, Starewitch reprodujo, con rigor y precisión, cada uno de los movimientos de la lucha entre los dos escarabajos difuntos, y los grabó en una película de 15 metros. Así fue como el joven realizador logró filmar en el año 1910 un documental tan insólito como verosímil.

El éxito de la película fue rotundo, y los espectadores que asistieron a las primeras proyecciones no tuvieron ningún motivo para no creer que estaban viendo la lucha entre dos escarabajos vivos. Para ellos, no había duda de que las imágenes cinematográficas eran el fiel reflejo de la realidad: un documento científico que mostraba escenas impresionantes de la vida de dos feroces ciervos volantes.

Así pues, Starewitch había realizado un pequeño milagro; había conseguido que, en la oscuridad de la sala de cine, dos seres inanimados, dos títeres disecados, parecieran vivos. Es decir, Starewitch había creado una ficción que, para los espectadores entusiasmados que cada noche contemplaban boquiabiertos la proyección cinematográfica, se había convertido en una indiscutible realidad.

Pero, si ahora damos un paso fuera de este singular escenario y pensamos en otras experiencias cotidianas, seguro que nos resultará fácil admitir que no siempre es sencillo distinguir el tipo de realidad que corresponde a las variadas realidades con que nos encontramos en el curso de nuestra vida. La verdad es que, con más frecuencia de la que nos gustaría confesar, solemos confundirnos, y muchas veces eso se debe a que tendemos a meter en el mismo saco, y de manera precipitada, realidades que pertenecen a ámbitos de realidad muy diferentes.[2]

Por esa razón, las personas que viven en la creencia de que el cerebro refleja de manera fiel la realidad suelen tener una mayor propensión a hacer del error un estilo de vida. En otras palabras, para ellas, todo lo percibido tiende a ser, en última instancia, lo que parece ser. Sin embargo, las cosas no son tan claras. En efecto, ni el mundo mental de cada persona es una mera copia de una dócil realidad exterior ni las realidades que habitan en él son, todas, de la misma clase.

De hecho, nuestro mundo mental es el peculiar y desconcertante resultado de la interacción, permanente y creativa, entre la realidad que es nuestra vida y una realidad diferente de ella. Dicho de otra manera, el mundo mental de las personas es siempre el fruto de la actividad de un cerebro que se alimenta de una fuente de energía externa.

Lo más sorprendente de todo es que, a pesar de haber una clara relación de dependencia entre el cerebro y la mente, la realidad de la mente no se puede reducir a los procesos electroquímicos con los que muy a menudo se la intenta identificar. Quiero decir, que en la actualidad no se sabe, ni tampoco es seguro que se llegue a saber nunca, cómo es posible que, de la relación que establece la estructura empírica del cerebro con su entorno, pueda emerger la conciencia y el sofisticado mundo mental en que vivimos. Parece como si la mente y el cerebro se encontraran en las orillas opuestas de un océano ignoto e innavegable.

Por esta razón, y si nos atenemos a los resultados de las investigaciones más recientes en psicología y neurociencia, no es ningún disparate afirmar que, en cierto modo, todos somos como el ingenuo protagonista de la película, El show de Truman o como los habitantes de Matrix: los crédulos ciudadanos de un universo mental construido con unas reglas comunes, una densa red de creencias colectivas, un montón de interpretaciones consolidadas, y un lenguaje compartido.

Y, de hecho, solo cuando algunas grietas empiezan a dibujar oscuras líneas de inquietud sobre la coherencia de esa realidad mental, nos sentimos, de verdad, impelidos a buscar respuestas alternativas: un nuevo sistema de ideas que resuelva, satisfactoriamente, las dudas recién nacidas y que, inesperadamente, han convertido nuestro mundo en un lugar enigmático, inseguro y peligroso. Con el tiempo, si todo va bien, ese nuevo tejido de respuestas irá cubriendo, como un cálido mapa repleto de sentido, la indisciplinada realidad que nos inquietaba y así, poco a poco, iremos recuperando la seguridad y el equilibrio perdidos.

Sin duda, estas crisis son muy importantes e inspiradoras, porque nos permiten intuir que, bajo las sólidas y cómodas creencias en que vivimos, se agita una realidad indescriptiblemente extraña y problemática. Podríamos decir, con una formula provisional, que en el contexto de una crisis profunda la realidad se vive como misterio radical y se expresa como pregunta perentoria. Y, la primera consecuencia de esta intensa y perturbadora vivencia es hacer visible un rasgo, extraordinariamente revelador, del comportamiento humano. En efecto, nos permite comprobar que, cuando la realidad se experimenta, de verdad, como problema radical, nuestra reacción más espontánea es buscar, de manera apresurada, una respuesta que nos ayude a sacar la cabeza del proceloso mar de incertidumbre en el que hemos naufragado. Es decir, intentamos construir un nuevo horizonte de realidad, un relato con sentido, una interpretación fiable o una teoría rigurosa que dé cuenta de lo que nos preocupa y, finalmente, nos permita saber a qué atenernos. Se trata de una maniobra vital, espontánea e ineludible, que nos va acercando a la realidad del conocimiento en la misma medida que nos va alejando del misterio de la realidad. De todas maneras, conviene precisar que el peor enemigo de la vivencia del misterio no es nunca un conocimiento humilde y consciente de sus limitaciones, sino el conocimiento vivido como creencia incuestionable. Es decir, el fanatismo intelectual.[3]

Así pues, las crisis nos enseñan, que para poder vivir en el gran misterio de la realidad siempre nos vemos obligados a elaborar interpretaciones reales de la realidad. Por lo tanto, la realidad, tal como nosotros la conocemos, es siempre realidad experimentada e interpretada mentalmente. Y al llegar a este punto del camino parece inevitable dar un paso adelante y plantear, abiertamente, una inquietante pregunta: ¿pero hay o no hay una realidad más allá de la mente?

No hay duda de que en determinados contextos la mera formulación de esta cuestión puede parecer un disparate, pero no es menos cierto que se trata de una pregunta con la que han jugado algunos filósofos desde hace siglos, y que ha provocado, y continúa provocando, debates tan intensos y apasionantes como inspiradores.

Solo hay que recordar, en este sentido, las vehementes palabras que profirió el doctor Samuel Johnson una tarde de verano del año 1763 al salir de la iglesia de Harwich: «¡Así la refuto yo!», [4] dijo en voz alta mientras golpeaba con la suela del zapato una voluminosa piedra. Su propósito era, por supuesto, rebatir la doctrina de George Berkeley, quien no creía que existiera la materia ni, en consecuencia, las piedras ni los árboles ni las montañas. Para Berkeley, «Ser es ser percibido» y, por tanto, si no hay percepción, es decir, una captación mental de las cosas, éstas no existen.

Como se puede imaginar, una conclusión tan radical había dejado perpleja a mucha gente, y había suscitado infinidad de preguntas y comentarios críticos. Pero Berkeley, con gran habilidad argumental, prosa elocuente y mucha fe, sorteó las dificultades. Para él, Dios era quien lo percibía todo y en todo momento, por lo que era, en última instancia, el garante de la existencia permanente de todas las cosas, incluso cuando no eran percibidas por ningún ser humano.

En efecto, el filósofo irlandés, que sacaba de quicio a Samuel Johnson, había publicado en 1710 un libro titulado, Tratado sobre los principios del conocimiento humano en el que decía: “Todos esos cuerpos que componen la poderosa estructura del mundo, carecen de una subsistencia independiente de la mente, y que su ser consiste en ser percibidos o conocidos; y que, consecuentemente, mientras no sean percibidos por mí o no existan en mi mente o en la de otro espíritu creado, o bien no tendrán existencia en absoluto, o, si no, tendrán que subsistir en la mente de algún espíritu eterno «.[5]

Es cierto que, el enérgico y pintoresco gesto del doctor Johnson ha tenido una proyección histórica notable y alguien podría pensar que fue un magnífico golpe de efecto, pero difícilmente se puede afirmar que sea una verdadera refutación del inmaterialismo de Berkeley. Como mucho, se puede considerar la manifestación, espontánea y simpática, de una firme convicción personal; de una creencia tan difícil de demostrar como la defendida por su admirado adversario.

El caso es que si comparamos las ideas de Berkeley con las de Johnson nos resultará evidente, más allá de legítimas controversias, que las personas no sólo tenemos la capacidad de crear variadas interpretaciones de la realidad, sino que, de hecho, vivimos en ellas y, por esa razón, nos resulta tan fácil transitar cómodamente entre ellas. Hay momentos, por ejemplo, en los que exploramos realidades históricas, mientras que en otros intentamos comprender los modelos teóricos con los que los científicos interpretan la estructura de la realidad. Pero, lo que de verdad hacemos normalmente es movernos por las útiles y coloridas representaciones que nuestro cerebro elabora a partir de su permanente interacción con el mundo que nos rodea.

A la luz de lo que hoy sabemos parece razonable pensar que vivimos en un cosmos mental construido con la energía de nuestro entorno. Un cosmos, por otra parte, tan diferente de la realidad que lo ha hecho nacer como las letras de la palabra océano de la masa de agua salada que originó ese ondulante concepto.

Sin embargo, que la realidad mental no se pueda identificar plenamente con la realidad extramental, nos permite alimentar una convicción de amplio alcance y que muchas personas compartimos: que no puede haber una realidad mental sin un proceso de interacción constante entre la realidad que es la vida y otro tipo de realidad. Por lo tanto, la existencia de una realidad mental consciente de sí misma únicamente es posible porque las personas tenemos una vida que se nutre de realidad. En otras palabras, la realidad mental de cada persona es el producto de una continua interacción entre la realidad en la que nos encontramos y la propia realidad de nuestra vida. Así pues, la realidad que vamos haciendo mientras vivimos es, al mismo tiempo, inseparable de la realidad en que habitamos y, como ya hemos comentado anteriormente, irreductible a ella.

El caso es que la notable habilidad que tiene la vida humana para procesar, representar y recrear, desde la realidad, otras realidades, nos permite sobrevivir en entornos cambiantes y peligrosos, y nos abre, de par en par, las puertas del futuro. Una dimensión del tiempo a la que solo podemos acceder mediante una proyección imaginativa, es decir, a través una especie de simulación virtual capaz de dibujar horizontes de posibilidades allí donde todavía no hay nada.

En este sentido, recientes estudios sobre el cerebro ponen de manifiesto que la percepción en directo de la realidad, y su evocación posterior, implican la activación de redes neuronales localizadas en las mismas zonas del cerebro.[6] Esto convierte el encéfalo en un potente simulador, que no sólo nos permite construir un presente con sentido, sino que tiene la capacidad de otorgar al futuro una realidad muy similar a la de experiencias vividas en el presente.

Así pues, el cerebro es un fantástico creador de realidad virtual, un constructor de representaciones verosímiles que nos permiten planificar, imaginar y jugar con el futuro con un grado de libertad que no está al alcance ni de los objetos inanimados, ni del resto de animales conocidos. Es decir, tenemos la maravillosa capacidad de anticipar futuros y esto nos permite abrir nuevas vías de reflexión sobre los límites y las posibilidades de la libertad humana.

En efecto, hasta hace poco tiempo los descubrimientos científicos en el ámbito de la física o de la biología parecían conducir irremediablemente a la aceptación estoica de las tesis deterministas. En consecuencia, la libertad era para muchos una ilusión, un fantasma semántico incapaz de enfrentarse, cara a cara, con la dura realidad.

Pero, en las últimas décadas los resultados de las investigaciones sobre la corteza prefrontal permiten vislumbrar un horizonte de libertad capaz de asumir, con sincera modestia, tanto sus posibilidades como sus evidentes limitaciones. Se trata de una idea de libertad dispuesta a convivir con las leyes de la física, la teoría de la evolución, las rigideces de la herencia genética y, también, con las inevitables servidumbres a las vigencias sociales. Hablo, pues, de una libertad humilde que no brota de una nueva rama de la metafísica ni tampoco mana de fuentes mágicas, sino que radica en la extraordinaria facultad que tiene el cerebro humano de crear representaciones reales del mundo, pensar en ellas, y manipularlas para crear nuevas realidades con las que proyectarse hacia el futuro. En otras palabras, la libertad a la que me refiero se abre camino gracias a nuestra capacidad de imaginar, desde el presente, diferentes escenarios de futuro, y de asumir, voluntariamente, el compromiso de intentar dar vida a aquel que, finalmente, se ha escogido. Así es como lo imaginado y pensado desde los campos de libertad de la mente acaba repercutiendo, de manera directa, en la actividad ejecutiva que es nuestra vida cotidiana.

No hay duda de que las personas tenemos la obligación de elegir, en cada momento, lo que vamos a hacer, pero no todas las elecciones que hacemos se pueden reducir a un rígido programa instintivo inscrito en nuestros genes ni, tampoco, a las férreas leyes que gobiernan ciertos dominios de la física. Es evidente, que muchas de nuestras elecciones dependen exclusivamente del futuro que nos hemos propuesto alcanzar y que es el que da auténtico sentido a nuestras vidas. Por lo tanto, la posibilidad de imaginar futuros nos abre las puertas de un peculiar espacio de libertad desde el que podemos actuar sobre el presente. Dicho de otro modo, si bien es cierto que las elecciones que hacemos pueden estar motivadas, en muchos casos, por impulsos instintivos irrefrenables o por una cadena de causalidades de la que no somos conscientes, también hay que reconocer que, muy a menudo, actuamos movidos por el objetivo de llegar a ser quien realmente queremos ser. Es decir, la capacidad de proyectarnos imaginativamente hacia el futuro crea una realidad de significados, y de valores personales, que puede influir de manera decisiva en nuestras vidas, y eso supone aceptar explícitamente que en el muro del determinismo hay una pequeña grieta que nos invita a seguir pensando, con esperanza, sobre la libertad.

Por otra parte, estas habilidades imaginativas, que nacen de la compleja estructura física del cerebro, se pueden potenciar y mejorar, y en ese proceso la educación juega, claramente, un papel privilegiado. Como ahora sabemos, la plasticidad del cerebro hace posible que, mediante una adecuada estimulación de la curiosidad y la motivación, y utilizando una metodología de aprendizaje emocionalmente saludable, las redes neuronales se refuercen y se creen nuevas conexiones entre ellas. Por lo tanto, la educación puede contribuir de manera decisiva a desarrollar el potencial creativo de cada persona y, de este modo, ayudarlas a conquistar mayores cuotas de libertad.

En este sentido, resulta evidente que los modelos de aprendizaje que estimulan la imaginación, que fomentan la revisión crítica y constructiva de los conocimientos adquiridos, y que estimulan el intercambio de ideas y el diálogo respetuoso con otras personas, son los que tienen más posibilidades de impulsar tanto la libertad individual como la mejora sustancial de las sociedades.

 

[1] Martin, Léona Béatrice; Martin, François. Ladislas Starewitch: 1882-1965: Le cinema… rend visibles les rêves de l’imagination.

[2] Las hadas del cerebro.

[3] Las verdades del diálogo.

[4] Boswell, James. Life of Johhson. 10a ed. [s.l.]: Birkbeck Hill, 2005. Vol. I, p. 1709-1766. Project Gutenberg: http://www.gutenberg.org/etext/8918

[5] Berkeley, George. Tratado sobre los principios del conocimiento humano.

[6] Bergen, Benjamin K. El cerebro y el lenguaje: de las palabras a los hechos.

 

© Esther Feliubadaló · www.estherfeliubadalo.cat

Libros consultados:

  • VV. Metamorfosis. Visions fantàstiques de Starewitch, Švankmajer i els germans Quay. Barcelona: Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, Diputació de Barcelona, 2014.
  • Bergen, Benjamin K. El cerebro y el lenguaje: de las palabras a los hechos. Barcelona: RBA, 2013.
  • Berkeley, George. Tratado sobre los principios del conocimiento humano. Madrid: Alianza Editorial, 1992.
  • Bergen, Benjamin K. El cerebro y el lenguaje: de las palabras a los hechos. Barcelona: RBA, 2013.
  • Boswell, James. Life of Johhson. 10a ed. [s.l.]: Birkbeck Hill, 2005. Vol. I, p. 1709-1766. Project Gutenberg: http://www.gutenberg.org/etext/8918
  • Bueno i Torrens, David. L’enigma de la llibertat: una perspectiva biològica i evolutiva de la llibertat humana. València: Universitat de València, Servei de Publicacions; Càtedra de Divulgació de la Ciència; Alzira (València): Bromera, 2010.
  • Fuster, Joaquin M. Cerebro y libertad: los cimientos cerebrales de nuestra capacidad para elegir. Madrid: Ariel, 2014.
  • Martin, Léona Béatrice; Martin, François. Ladislas Starewitch: 1882-1965: Le cinema … rend visibles les rêves de l’imagination . Paris, Budapest, Turin: L’Harmattan, 2003.