Las hadas del cerebro

Arthur Conan Doyle estaba seguro de que las hadas existían. Lo creía con la misma convicción que Sherlock Holmes creía en la verdad de los hechos y en la solidez de la ciencia deductiva. Además, el popular escritor tenía pruebas sólidas, para él irrefutables, que confirmaban la existencia de aquellos legendarios seres del bosque. En efecto, disponía de un puñado de fotografías de una notable nitidez en las que se podían ver unas hadas muy elegantes y simpáticas.

Las primeras imágenes, de las posteriormente llamadas hadas de Cottingley, y de un pequeño gnomo con sombrero, habían sido tomadas casualmente por dos niñas, Elsie Wright y Frances Griffiths, en el verano de 1917. Tres años más tarde, en agosto de 1920, las mismas jóvenes tuvieron la fortuna de poder retratar, una vez más, aquellas alegres hadas del bosque de Cottingley.

No es difícil imaginar la gran curiosidad, el notable revuelo y la diversidad de opiniones que las fotografías provocaron cuando, finalmente, vieron la luz pública en las páginas de la revista Strand Magazine y, poco tiempo después, en un libro de Conan Doyle titulado, The coming of the Fairies.[1]

El caso es que si ahora volvemos a mirar esas imágenes[2] es muy probable que nos resulte sorprendente e, incluso incomprensible, que alguien pudiera creer, de verdad, que las amistosas hadas de las fotografías eran más reales que sus hermanas de papel y fantasía. Y, también nos puede resultar muy chocante que Arthur Conan Doyle considerara las placas fotográficas como una prueba irrefutable de la existencia del mundo de las hadas y afirmara, públicamente, que aquellas imágenes eran una confirmación empírica de sus firmes creencias espirituales.

Es cierto, que las ideas de Doyle sobre las hadas nos pueden dejar estupefactos y boquiabiertos, pero el caso Cottingley, que tan intensas polémicas ha generado a lo largo del tiempo, ilustra, de manera rotunda, hasta qué punto el sistema de interpretaciones en que vivimos determina nuestra relación con la realidad. En otras palabras, las personas tenemos la extraordinaria capacidad de crear interpretaciones reales de la realidad y, como pone de manifiesto la historia de las hadas de Cottingley, el significado que atribuimos a la realidad depende, en definitiva, de nuestros marcos de interpretación. Desgraciadamente, no siempre hay una verdadera y adecuada conexión entre la realidad de la interpretación y la realidad interpretada. A menudo, la correspondencia entre ellas es insuficiente, parcial, confusa o imposible. Sin embargo, mientras no nos damos cuenta de esta falta de ajuste, vivimos en el error como si viviéramos en la verdad.

Efectivamente, mientras creemos que hay una armoniosa identificación entre la realidad de la interpretación y la realidad interpretada, experimentamos la convicción de estar en posesión de la verdad. Por ese motivo, únicamente nos encontramos en condiciones de ser conscientes de nuestros errores cuando una nueva interpretación, más convincente y satisfactoria, sustituye la interpretación anterior. Se trata de un proceso que, afortunadamente, nos ayuda a ver que nuestra comprensión de la realidad siempre se produce en los dominios de algún sistema de interpretación. Es decir, solo está a nuestro alcance tomar posesión consciente de la realidad a través de modelos o representaciones mentales de ella.[3]

Ahora bien, no debemos caer en la trampa de considerar irreales, por el mero hecho de no tener una consistencia material, nuestras interpretaciones o representaciones mentales. Más bien, deberíamos cuestionar, a la luz de su existencia, las teorías materialistas que tienden a simplificar, y hacer más pobre, nuestra comprensión del mundo. Es evidente, que los seres humanos tenemos la capacidad de crear significado y elaborar interpretaciones con sentido. Somos, pues, capaces de construir mundos mentales dotados de un tipo de realidad que, pese a las reticencias de algunas personas, no se pueden explicar de manera satisfactoria apelando, exclusivamente, a un materialismo reduccionista. Vivimos en un cosmos material, pero nuestros pensamientos no son estrictamente materiales, y creo que ser sensibles a esta evidencia es fundamental para poder vislumbrar un horizonte de realidad más extenso y completo.

Sin embargo, también conviene tener muy presente que el hecho de reconocer la realidad de las interpretaciones, no implica asumir que todas sean igualmente verdaderas respecto a la realidad interpretada. Es decir, los marcos de interpretación que nos permiten relacionamos con la realidad admiten diferentes grados de verdad. Todos son reales, pero cuando se utilizan como medios para trascender la realidad que les es propia y, en consecuencia, se intenta con ellos dar cuenta de otras realidades, descubrimos que unos son más verdaderos que otros.

La verdad que brota del intento de encaje entre la realidad de la interpretación y la realidad interpretada es, siempre, una verdad que debe aspirar a ser más verdadera. Por esta razón, la sincera búsqueda de la verdad no puede rechazar nunca la saludable compañía de las dudas. Sin ellas, y a pesar de las apariencias, sería muy fácil caer en el error de no seguir avanzando por el camino de la verdad. En efecto, quien no tiene dudas está condenado a dar la espalda a la posibilidad de acercarse un poco más a la verdad: está, en definitiva, condenado a ser prisionero de interpretaciones que tienden a cerrarse sobre sí mismas.

Así pues, otorgar realidad a los contenidos de la mente no solo sirve para expandir los horizontes de la realidad más allá de los dominios de un materialismo reduccionista, sino que nos ayuda a ser más conscientes de nuestros límites, y de nuestras posibilidades. En este sentido, el afán de verdad, es decir, el anhelo de descubrir la mejor correspondencia posible entre las interpretaciones y la realidad que se intenta interpretar sirve para hacer visible un supuesto necesario y fundamental: la existencia de una realidad independiente de nosotros y previa a cualquier interpretación. Sin este supuesto todas las interpretaciones serían, en última instancia, meras interpretaciones de interpretaciones y, en consecuencia, toda la realidad sería, exclusivamente, mental.

En cambio, si postulamos la existencia de una realidad más allá de nuestra mente, una realidad de la que formamos parte y que, finalmente, es la que nos permite crear interpretaciones reales de la realidad, podremos situar el origen primordial de las interpretaciones fuera de ellas.

En otras palabras, el hecho de reconocer que las personas siempre vivimos en un mundo de interpretaciones es del todo compatible con la creencia en la existencia de una realidad subyacente a las interpretaciones: una realidad extramental, sin la cual nos habría sido imposible hacer reales esas interpretaciones que definen nuestro mundo mental.

El caso es que, en los dominios de la mente, los seres humanos siempre estamos haciendo interpretaciones de interpretaciones, porque únicamente con ellas nos podemos relacionar de manera consciente y responsable con la realidad.

Se trata de una afirmación que puede desconcertar un poco, pero tiene un valor explicativo innegable y, además, nos permite, sin tener que renunciar a una visión unificada de la realidad, establecer conexiones necesarias entre la materia, la vida, la mente y la conciencia. Quiero decir que, si situamos el origen más remoto y auténtico de las interpretaciones en una realidad subyacente, externa, objetiva, y verdadera en sí misma, estaremos en condiciones de justificar tanto la búsqueda de verdades compartidas como la existencia de una relación intrínseca entre la mente y el cosmos.

¿Por qué, si estamos dispuestos a aceptar que el universo físico es el producto de fluctuaciones cuánticas[4] y que la vida es un proceso con una base material, pero irreductible a ella, no deberíamos considerar razonable la idea de que quizá uno de los frutos de la evolución de la vida en la tierra es el desarrollo de un organismo con la facultad de crear nuevos tipos de realidad? Planteado de otro modo: ¿Por qué no reconocer que las mentes de las personas tienen la facultad de hacer reales las ideas, las interpretaciones, los significados y los valores?

En este sentido, resulta un poco desconcertante comprobar la facilidad con la que la mayoría de los científicos otorgan certificados de realidad a las efímeras partículas que nacen y mueren en sofisticados centros de investigación, y la resistencia que muchos de ellos muestran a la hora de considerar reales los pensamientos con los que, finalmente, consiguen relacionarse con esas partículas subatómicas. Parece evidente que, sin modelos de comprensión, o teorías eficientes, buena parte de la realidad sería invisible. Necesitamos, pues, interpretaciones con sentido para comprender la realidad y vivir, como personas, en ella.

De todas maneras, conviene destacar que el hecho de que una visión ampliada de la realidad incluya en su horizonte a las interpretaciones, no implica que exista obligatoriamente una correspondencia armoniosa entre ellas y las realidades a las que se refieren. Quiero decir, que una interpretación, como una maqueta o un mapa, puede ser real en sí misma, pero esto no significa que sea capaz de reflejar de manera adecuada la realidad que intenta representar. Por lo tanto, siempre hay que tener presente que, entre las interpretaciones y la realidad que se intenta interpretar, el ajuste suele ser problemático y, por esta razón, se trata de una relación que admite diferentes grados de verdad, y de error.

Así pues, la verdad debe entenderse como una aspiración, una meta que hay que intentar alcanzar mediante el riguroso proceso de elaboración de modelos de interpretación bien contrastados. Se trata, desde luego, de intentar elaborar interpretaciones que den una respuesta fiable a los problemas que acosan a las creencias vigentes y que sean, al mismo tiempo, permeables a los nuevos retos que, tarde o temprano, las irán poniendo a prueba. De esta manera, las interpretaciones irán alcanzando un mayor grado de verdad y serán más eficientes para descubrir nuevos horizontes de realidad. Es decir, en la verdad se hace presente, de manera genuina, tanto el encaje entre realidades como el descubrimiento de aspectos de ellas que permanecían ocultos. Por este motivo, mientras más se adecue la interpretación a la realidad que se intenta interpretar, mejor situados estaremos en el camino de la verdad. En cambio, mientras más lejana sea la correspondencia entre ellas más tiempo deambularemos por los senderos del error.

Precisamente, esto es lo que le pasó al creador de las aventuras de Sherlock Holmes. Él creía que las hadas de Cottingley eran reales más allá del campo de realidad que les otorgaban las fotografías de Elsie Wright y Frances Griffiths. Sin embargo, ahora sabemos que la realidad de las fotografías era muy diferente de la imaginada y deseada por Arthur Conan Doyle: las hadas de Cottingley solo eran unas bonitas figuras de papel, que dos adolescentes habían fotografiado en un escenario bucólico.

Como pone de manifiesto esta historia, las ideas y creencias,[5] es decir los sistemas de interpretación con los que nos relacionamos con la realidad, nos pueden jugar una mala pasada y hacernos caminar por laberintos sin salida. Ahora bien, no hay que olvidar que, sin modelos de interpretación, o representaciones mentales, nos resultaría imposible comprender la realidad. De hecho, para poder hacer una verdadera vida humana hay que moverse en la realidad de las interpretaciones, porque son ellas las que dan significado y valor, en definitiva, sentido, a la realidad.

Podríamos decir, que las interpretaciones son como las redes de los pescadores; con ellas podemos capturar con facilidad los eventos que tienen un tamaño adecuado, pero el resto de acontecimientos se escabulle sin dejar rastro. Al final, tendemos a creer que los peces que llenan los almacenes del barco son los únicos que viven en el océano.

Por suerte, hay ocasiones en las que nos encontramos aprisionadas en nuestras redes mentales, extrañas realidades que no acabamos de entender. Normalmente, sentimos el impulso de volver a lanzarlas al mar sin ni siquiera mirarlas. Pero nunca deberíamos olvidar que son los hechos inquietantes, aquellos que cuestionan las creencias vigentes, los que nos pueden abrir el camino para descubrir nuevos horizontes de realidad. Por lo tanto, si bien es cierto que no podemos pescar la realidad sin redes de interpretación, también es cierto, que es la propia realidad, en forma de red, la que siempre nos ofrece nuevas oportunidades para poner a prueba las interpretaciones en las que vivimos.

La realidad es, en última instancia, la misteriosa fuente que hace posibles todas las interpretaciones: ella hace que sea posible elaborarlas y es ella la que nos obliga a renovarlas al poner de manifiesto sus inaceptables deficiencias. En otras palabras, porque hay realidad hay interpretaciones reales de la realidad.

En este sentido, los estudios y las investigaciones más recientes sobre el funcionamiento del cerebro humano se han convertido en un filón impresionante de nuevos datos que, poco a poco, están contribuyendo a cambiar algunas creencias muy arraigadas. Y no hay duda de que, en el futuro, estos conocimientos nos ayudarán a dibujar horizontes de comprensión más fiables en ámbitos tan diversos como la filosofía, la educación y el arte.

La neurociencia nos ofrece una perspectiva privilegiada desde la que contemplar la mente y la consciencia como manifestaciones fascinantes de la actividad del cerebro. Pero no debemos olvidar que también nos ofrece una visión vertiginosa del abismo de interrogantes que separa la realidad orgánica de la realidad mental. El cerebro humano es un extraordinario creador de mundos mentales y, además, es consciente de ellos. Por esta razón, tenemos tanto la posibilidad como la necesidad de hacernos preguntas sobre la diferencia radical que hay entre los fenómenos electroquímicos que se producen en el cerebro, y los pensamientos que se derivan de ellos y que, en definitiva, nos permiten hacer una verdadera vida humana.

Sabemos que el cerebro procesa continuamente, y de manera creativa, las señales eléctricas y químicas que le llegan a través de los receptores corporales. Por lo tanto, de la misma manera que un mapa es diferente del territorio que intenta representar, parece claro que el mundo de nuestra mente no es igual que el mundo exterior. En consecuencia, nos inclinamos a pensar que el cerebro, con su extraordinaria complejidad y su frenética actividad, tiene la capacidad de generar representaciones mentales del mundo que son reales en sí mismas. Es decir, el cerebro tiene la facultad de producir un nuevo tipo de realidad: interpretaciones del mundo con sentido.

Haciendo uso, nuevamente, de las metáforas podríamos decir, que nuestro cerebro es como un imaginativo cartógrafo que elabora el mapa de un amplio territorio con las descripciones de unos misteriosos viajeros que, amablemente, le explican algunas de las cosas que han visto. No es un trabajo sencillo, ni ajeno a los errores pero, por lo visto, es el único modo de conseguir un cierto grado de conocimiento del mundo.

Así pues, el cerebro procesa la información que le llega del exterior a través de los sentidos y crea una representación, un mapa mental, que nos permite relacionarnos activamente con la realidad y hacerla inteligible. Esto significa que no podemos conocer la realidad que nos rodea de forma directa, sino a través de una interpretación construida con los múltiples datos que nos llegan del mundo y de nuestro cuerpo.

Dicho de una manera más directa: sin realidad no puede haber una representación real de la realidad, y sin una adecuada representación del mundo no puede haber verdadero conocimiento. En resumen, con la realidad únicamente nos podemos relacionar a partir de la realidad de las interpretaciones. Sin redes de interpretación o teorías en las que encajar las cosas, la realidad se oculta o, directamente, nos desborda.

El problema, como pone de manifiesto el caso Doyle, es que sobre la misma realidad podemos elaborar interpretaciones diferentes e, incluso, opuestas. Por esta razón, es imprescindible orientar la vida hacia la verdad. Se trata, en la práctica, de asumir el compromiso de buscar interpretaciones que den cuenta de la realidad de la mejor manera posible, de ponerlas a prueba, y de no renunciar nunca a las dudas razonables. En otras palabras, hay que tener el valor y la humildad de buscar siempre interpretaciones más verdaderas, porque únicamente con ellas tendremos la oportunidad de acercarnos un poco más al misterio de la realidad.[6]

 

[1] Hay una traducción en castellano, El misterio de las hadas, publicada por José J. de Olañeta, editor.

[2] https://archive.org/details/comingoffairies00doylrich.

[3] Pensamientos para pensar.

[4] Sean Carroll, El gran cuadro: “La capa más profunda de la realidad no consiste en cosas como “océanos” y “montañas”; es que ni siquiera consiste en cosas como “electrones” y “fotones”. Solo es la función de onda cuántica”. Pág. 194.

[5] Ortega y Gasset, José. Ideas y creencias.

[6] Pensando en la realidad.

 

© Esther Feliubadaló · www.estherfeliubadalo.cat

Libros consultados:

  • Conan Doyle, Arthur. Memorias y aventuras. Madrid: Valdemar, 1999.
  • Conan Doyle, Arthur. El misterio de las hadas. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, editor, 1998.
  • Damasio, Antonio R. Y el cerebro creó al hombre: ¿cómo pudo el cerebro generar emociones, sentimientos, ideas y el yo. Barcelona: Destino, 2010.
  • Morgado, Ignacio. Cómo percibimos el mundo: una exploración de la mente y los sentidos. Barcelona: Ariel, 2012.