Pensando en la realidad

Las investigaciones científicas sobre la visión humana ponen de manifiesto que los colores son una creación de nuestro cerebro y no, como podría parecer, una característica intrínseca de la realidad que captan nuestros ojos. Así pues, las tonalidades cromáticas que vemos a nuestro alrededor una tarde diáfana de primavera, o un día desapacible de otoño, son el resultado de un complejo proceso, de codificación e interpretación, que realizan órganos muy sofisticados y, altamente especializados, de nuestro cuerpo.

En efecto, los ojos se alimentan de bandadas de fotones que cuando aterrizan sobre la retina se convierten en impulsos nerviosos que viajan, a gran velocidad, por el nervio óptico hasta llegar al cerebro. Y es en este maravilloso universo de 1200 gramos de peso, textura gelatinosa y unos cien mil millones de neuronas, donde se produce la misteriosa transmutación que, finalmente, hace posible la visión de un mundo en colores y repleto de sentido.[1]

La realidad subyacente o primaria, es decir, aquella que los físicos intentan hacer comprensible con sus modelos teóricos es, si se me permite la licencia poética, una especie de océano de energía en perpetua agitación: un magma inestable y dinámico que los seres humanos conseguimos, con más o menos pericia, transformar en un paisaje de formas bien delimitadas y saturadas de color. En este sentido, la realidad que vemos es, siempre, una interpretación personal: el fruto efímero del contacto momentáneo entre diferentes formas de organización de la realidad.

En otras palabras, cuando una persona mira a su alrededor toma, en cierto modo, posesión la realidad desde la realidad. Por lo tanto, la diferencia que existe entre cada uno de nosotros y nuestro entorno no radica en los ingredientes subyacentes, sino en las maneras en que estos se organizan y, en las variadas relaciones que podemos establecer con ellos. Por esta razón, tanto los científicos como los poetas pueden afirmar, sin rubor, que somos polvo de estrellas.[2]

Ahora bien, las complejas conexiones sistémicas que, a veces, se establecen entre diferentes estructuras empíricas, pueden generar fluidas realidades emergentes que, a pesar de tener una base material, ni se identifican con ella ni pueden ser comprendidas sin un vocabulario específico y un discurso apropiado. Es el caso de la vida, la mente y la conciencia.

Hasta donde hoy sabemos, es la peculiar actividad que se desarrolla en la red neuronal, y en el resto de las células y órganos del cuerpo, la que hace posible la emergencia de la conciencia y la existencia de la mente. Pero resulta fascinante, y al mismo tiempo muy turbador, comprobar que las neuronas que hacen reales nuestros pensamientos, recuerdos y emociones son tan diferentes de ellos como una hormiga lo es de los sofisticados nidos que contribuye a edificar cuando forma parte de una gran colonia de termitas.

Así pues, hay que reconocer que supone un reto de primera magnitud explicar, desde la ciencia, cómo es posible que, de los ingredientes básicos que constituyen la estructura empírica del cerebro, emerja, con pasmosa naturalidad, la conciencia de vivir en un mundo con sentido, inteligible y bien surtido de formas y colores.

No hay duda de que esta es una cuestión crítica. Y, hay que tener muy presente que, en estos momentos, no hay ninguna respuesta que dé cuenta, de manera totalmente satisfactoria, de la íntima relación y la infinita distancia que parece existir entre el cerebro y la conciencia.[3]

Lo paradójico es que los espectaculares avances realizados en las últimas décadas en el ámbito de la neurociencia están contribuyendo, de manera decisiva, a que muchas personas pierdan de vista que, bajo la sólida apariencia de estos admirables descubrimientos, sigue habiendo un avispero de estimulantes problemas e inquietantes desafíos. Uno de los más sorprendentes se podría formular de la siguiente manera: si bien es cierto que sin determinados procesos cerebrales no puede haber conciencia, también es cierto que, sin la existencia de una realidad mental plenamente consciente de sí misma, sería imposible comprender el cerebro. Es decir, sin el cerebro no puede haber conciencia de uno mismo, ni un mundo mental bien organizado, pero sin un mundo mental con sentido, no podría haber una verdadera comprensión del cerebro. Por esta razón, no es descabellado afirmar, que el cerebro sólo puede comprenderse a sí mismo desde la mente.

Por lo tanto, si la ciencia contemporánea entiende el cerebro humano como una compleja estructura empírica, íntegramente material, es porque los científicos parten de un riguroso modelo de interpretación materialista. Sin embargo, esta útil manera de ver el cerebro se convierte en una verdadera fuente de reflexión filosófica cuando nos damos cuenta de que la realidad que corresponde a las interpretaciones, y a los modelos teóricos, no se puede reducir, por completo, a los límites que fija la realidad material.

No hay duda de que podemos relacionar las ideas, y los pensamientos conscientes de una persona con la actividad electroquímica del cerebro, pero eso no implica que exista una identificación plena entre los procesos físicos observados y el mundo de significados que se deriva de ellos. Quiero decir, que la realidad que corresponde a los pensamientos no es del mismo tipo que la realidad que corresponde a los procesos químicos y eléctricos que tienen lugar en el cerebro. Por tanto, nos encontramos con la existencia de dos capas de realidad superpuestas: una, material y la otra, mental. Ahora bien, para los materialistas más intransigentes esta distinción no tiene sentido porque, para ellos, la realidad material es la única válida y, en consecuencia, consideran que los pensamientos sólo son ficciones útiles; meras fantasías subjetivas irrelevantes. El problema, desde mi punto de vista, es que esa posición reduccionista parte de una visión limitada de la realidad, y eso hace que no pueda enfrentarse, de manera adecuada, a la realidad de la vida, de la mente y de la consciencia.

En efecto, si solo consideramos reales las cosas materiales nos veremos obligados, automáticamente, a desplazar los contenidos mentales, es decir, las ideas, los números, las teorías, los valores y los significados, a los dominios de la irrealidad. Pero esto plantea un serio problema, porque son, precisamente, las hipótesis y los modelos teóricos, los que nos permiten hacer ciencia.[4] Las teorías, como pone de manifiesto la historia de la cultura, son poderosos sistemas de ideas que dan cuenta de la realidad en que vivimos; son visiones con sentido de la realidad y cuando, de verdad, están bien arraigadas en nuestra mente se convierten en vigorosas creencias que nos facilitan la relación con el mundo y condicionan, de manera efectiva, nuestra manera de vivir. Por este motivo, cuando se deja de creer en una teoría, la comprensión de la realidad experimenta variaciones sustanciales.

Pero, como hemos señalado anteriormente, el entramado de conexiones significativas que da sentido a una teoría no se puede identificar, al cien por cien, con los procesos físicos de los que se deriva. Es decir, puede que la materia se encuentre en la base de los pensamientos y que sea imprescindible para vehicular nuestras ideas, pero las interpretaciones y los significados que hacen posible el conocimiento de la realidad, y la experiencia de la comprensión, no son estrictamente materiales. Una bandera, por ejemplo, puede hacerse presente en diferentes soportes físicos, pero su valor simbólico no radica en la estructura molecular de los hilos de algodón, ni en los componentes químicos de los colores de la tela. Podríamos decir, en consecuencia, que tanto el significado de la bandera como los contenidos de la mente se sustentan y dependen de la materia, pero no son mera materia. En este sentido, las teorías que reducen toda la realidad a los dominios de los elementos materiales dan, de manera clara, la espalda a una parte muy significativa de la realidad.

Por lo tanto, resulta lícito y razonable postular, aunque pueda parecer una afirmación algo alambicada, que únicamente podemos conocer la realidad desde la peculiar realidad de una visión mental de la realidad. Así pues, tendremos que convenir que los contenidos de la mente son reales, a pesar de que su realidad sea muy diferente de la realidad de la que, en definitiva, parecen depender. En otras palabras, las construcciones de la mente son reales, pero su peculiar realidad ni se puede identificar ni se puede reducir, completamente, al tipo de realidad que caracteriza las cosas materiales.

En este contexto se podría utilizar, con mucha cautela, una sencilla analogía, y decir que el cerebro es como la madera que alimenta un fuego nocturno, mientras que la realidad mental es la llama que hace visible la leña que se quema lentamente. La madera, en esta comparación, actúa como materia prima, y ​​es su combustión la que hace posible el fuego. Pero, como todos sabemos, sin la luz de la hoguera la madera permanecería sumergida, de manera permanente, en la oscuridad de la noche.

Tanto la madera y el fuego, como el cerebro y la mente, son reales, aunque sus características y propiedades parezcan, a primera vista, formar parte de dos universos completamente diferentes.

Por otra parte, esta comparación nos obliga a introducir en el escenario, si queremos ser rigurosos, una figura imprescindible y cohesionadora: la persona que contempla el fuego y usa las palabras apropiadas para dar cuenta de lo que está viendo. Es evidente que, sin alguien capaz de contemplar y narrar los acontecimientos, la madera y el fuego perderían la concreta y bien delimitada realidad que les otorga el misterioso hecho de hacerse presentes en el campo de sentido de una vida humana.[5]

Así pues, aunque la mente derive de la estructura empírica del cerebro, no conviene olvidar que, al final, la comprensión del cerebro depende de los modelos mentales con los que se intenta dar razón de su realidad.

Todo esto pone de manifiesto que hay complejas relaciones de dependencia entre las diferentes organizaciones de la realidad que encontramos en el radio de acción de nuestra vida. Por este motivo, es tan razonable decir que la mente es un producto del cerebro como afirmar que el cerebro es, en definitiva, una teoría de la mente. Se trata, en efecto, de dos maneras de hablar; de dos construcciones lingüísticas cargadas de sentido. Ahora bien, el hecho de fusionarlas nos ayuda a ver, que algunos de los problemas que se derivan de un modelo estrictamente materialista de la realidad, se empiezan a diluir en el preciso momento que aceptamos un horizonte de realidad más amplio. Me refiero, a un horizonte de realidad capaz de considerar reales tanto las cosas materiales como el tejido de significados, la trama de valores y los campos de sentido que forman parte de la mente y de la vida de cada persona.

Y, si ahora, a la luz de lo que acabamos de exponer, volvemos al mundo de los colores podremos concluir, sin incurrir en ningún tipo de contradicción que, si bien es cierto que los colores no son una característica intrínseca de los objetos, sino la expresión mental de la actividad de nuestro cerebro, esto no significa que los colores no sean reales. Al contrario, los colores son una manera muy real de ver la realidad desde nuestra vida mental. Es decir, los colores son una creación del cerebro con una indiscutible realidad mental.

En efecto, las personas tenemos el poder de convertir, con una alucinante facilidad, el mar de ondas electromagnéticas en que buceamos diariamente, en una emocionante, y a ratos sorprendente, realidad en colores.

Los ojos y el cerebro filtran y procesan, con una tenacidad admirable, la materia prima que les llega del mundo exterior y con ella, pero no sólo con ella, cada persona crea una representación inteligible de la realidad en la que vive. Por esta razón, cuando abrimos los ojos de par en par no vemos, ante nosotros, una lucha caótica de luces y sombras moviéndose en un espacio sin profundidad ni jerarquías, sino un acuario con peces de colores, un campo de amapolas, un armario lleno de ropa, una ensalada de lechuga, tomate y cebolla o una mano amistosa que se mueve lentamente.[6]

Por lo tanto, las imágenes que vemos en nuestra mente no son nunca una copia inmaculada de la realidad exterior, sino el fruto, más o menos maduro, de un refinado proceso de transformación y creación.

En otras palabras, lo que la reflexión sobre los colores nos hace ver es que la organización de la realidad que llamamos, sin entrar ahora en detalles técnicos, cuerpo humano, cuando entra en contacto con la organización de la realidad que denominamos, por ejemplo, prímula, hace que el color azul se convierta en una verdadera realidad mental.

Efectivamente, día tras día construimos nuestro mundo mental con fragmentos de realidad que el cerebro organiza, con tenacidad y habilidad, utilizando útiles patrones. Es un trabajo en el que empleamos, de manera casi inconsciente, mucha energía, y que tiene una finalidad clara: ofrecernos una visión del mundo comprensible y desprovista de ambigüedad.

Sin embargo, conviene tener presente que el hecho de que nuestro paisaje mental sea el resultado de un proceso activo de creación no significa que no sea real. Significa, ni más ni menos, que su realidad es mental y no el reflejo, directo y puro, de un mundo exterior.

Creer que el cerebro es como un espejo, o como una sofisticada cámara oscura que refleja, pulcramente, el mundo que lo rodea implica incurrir en un realismo ingenuo. Y lo cierto es que situarse en el otro extremo, es decir, postular que no hay más realidad que la mental tampoco resulta, a pesar de la coherencia argumental de la que han hecho gala algunos filósofos, muy convincente. Entre estos dos puntos de vista hay que situar la tesis de este ensayo; una tesis que ahora ya estamos en condiciones de poder sintetizar en una breve fórmula: las personas somos creadores de interpretaciones reales de la realidad.

Es decir, nosotros no hemos creado ni la realidad primaria o subyacente, ni la mayoría de las formas en que se organiza, pero ella es la fuente primordial con la que nuestro cerebro, de acuerdo con patrones internos, construye modelos teóricos o, si se prefiere, teorías, mapas mentales, ideas o representaciones del mundo. Y, al final resulta fácil constatar que es el fruto etéreo de ese asombroso proceso es el que nos permite conocer y comprender, hasta cierto punto, la realidad. En otras palabras, construimos realidad con la realidad, y desde esa realidad construida nos relacionamos con la realidad en la que nos encontramos y en la que vivimos.

Sin embargo, es importante tener presente, que si bien es cierto que hay numerosos trabajos científicos que certifican la extraordinaria capacidad creativa del cerebro humano, no debemos olvidar que su poder, como el del resto de órganos del cuerpo, es limitado. Y, por tanto, hay que aceptar, con naturalidad, que de la misma manera que la retina tiene unas características fisiológicas que sólo le permiten captar una pequeña franja de radiación electromagnética, nuestro cerebro también tiene una estructura empírica que, necesariamente, delimita un horizonte de posibilidades infranqueable, un Finis Terrae mental sin ninguna puerta de salida.

Afortunadamente, el hecho de no poder cruzar esta frontera no implica que la reflexión sobre los límites de lo que podemos ver, sentir, pensar o comprender sea del todo inútil o estéril. Al contrario, ser conscientes de la existencia de este territorio ignoto, e inaccesible, nos puede ayudar a cultivar una humildad esperanzada y una saludable distancia respecto de cualquier tentación de fanatismo.

Y, en este sentido, hay que admitir que el conocimiento, cada día más preciso, de la fisiología de la visión nos ofrece una vía segura para acercarnos a los contornos rugosos de nuestros límites y contemplar, desde esta perspectiva privilegiada, el vínculo indisoluble que une la mente y el cuerpo.

Como antes hemos dicho, y reiteradamente ponen de manifiesto las investigaciones científicas sobre el ojo, los fotorreceptores de la retina humana sólo se alimentan de las radiaciones electromagnéticas que oscilan entre los 400 y los 750 nanómetros, es decir, únicamente somos capaces de procesar una modesta porción de todo el espectro conocido.[7]

Pero también sabemos que algunos insectos, como las abejas, o algunos reptiles, como las serpientes de cascabel, perciben con facilidad longitudes de onda que, para nosotros, en condiciones normales, son invisibles. Esta constatación nos permite imaginar que, si pudiéramos hablar sobre los colores con un crótalo, como lo hacía el Doctor Dolittle en las populares novelas de Hugh John Lofting, o Harry Potter en los libros de J. K. Rowling, tendríamos serias dificultades para entender sus descripciones. De hecho, nos sería tan imposible saber de qué colores nos están hablando como a una persona ciega de nacimiento imaginar el color rojo después de escuchar la definición que se puede leer en cualquier diccionario.

En este contexto tampoco resulta muy difícil imaginar la notable y justificada indiferencia que provocaría, entre los amantes del arte, visitar una exposición de paisajes y retratos pintados únicamente con radiación ultravioleta.

Es, pues, evidente que las características físicas de nuestros ojos imponen serias limitaciones a nuestra visión de la realidad y, estos límites, sin duda, condicionan y, frecuentemente, determinan nuestro horizonte de comprensión, y la valoración que podemos hacer del mundo en que vivimos.

Por otra parte, no debemos olvidar que también los modelos mentales, los paradigmas culturales, o las creencias sociales, tienen un contorno opaco que nos impide ver cualquier cosa situada más allá de sus sólidas fronteras.

Así pues, podemos concluir que tanto nuestro cuerpo, con su estructura empírica, como las ideas y creencias que dan contenido a nuestra mente, condicionan claramente la percepción que tenemos del mundo y, fijan los límites de todo lo que, realmente, podemos comprender.

Somos, en consecuencia, los curiosos prisioneros de un país con dos fronteras; una infranqueable, formada por una cordillera de altas montañas con paredes verticales y lisas como la superficie de un espejo, y otra, por suerte, más porosa y de geometría variable que, con esfuerzo y la ayuda de unas circunstancias favorables, podemos explorar con ciertas garantías.

De todos modos, conviene asumir que, desgraciadamente, incluso las fronteras más permeables, a veces, pueden convertirse en barreras insuperables.

Hay un cuento de Jorge Luis Borges titulado, La busca de Averroes[8] que ilustra muy bien la dificultad de cruzar los límites culturales y entender, de manera correcta, las ideas de aquellos que no comparten el tejido de creencias que dan sentido a nuestro mundo. El relato de Borges narra la historia de un estrepitoso fracaso que, paradójicamente, nos permite acercarnos, de una manera sutil y evocadora, a los límites de la comprensión.

Al principio del cuento, Averroes tropieza, mientras elabora sus comentarios sobre la Poética de Aristóteles, con dos palabras que no entiende porque desconoce la realidad que se expresa a través de ellas.

Borges escribe: “La víspera, dos palabras dudosas lo habían detenido en el principio de la Poética. Esas palabras eran tragedia y comedia. Las había encontrado años atrás, en el libro tercero de la Retórica; nadie, en el ámbito del Islam, barruntaba lo que querían decir.”

A partir de este momento se producen una serie de eventos casuales que van llenando de significado esos enigmáticos conceptos, pero Averroes es incapaz de relacionar lo que ve; unos niños que juegan y hacen teatro, o lo que le cuentan; la descripción que hace un viajero de una verdadera representación teatral, con las dos palabras que tanto le inquietan y preocupan. Finalmente, cuando vuelve a su casa, tiene un repentino golpe de mala inspiración y escribe: “Con firme y cuidadosa caligrafía agregó estas líneas al manuscrito: Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario.”

Así pues, Averroes, cercado por las invisibles paredes de un mundo cultural ajeno a la experiencia del teatro, se enfrenta al reto de escribir sobre una realidad que no puede entender y, finalmente, fracasa. Pero él nunca será consciente de su error porque siempre vivirá con la convicción de haber encontrado la solución correcta a su problema. En este sentido, Averroes hizo lo mismo que hace nuestro cerebro cuando se enfrenta al punto ciego de la visión: crear una respuesta verosímil y tranquilizadora con la que ocultar el abismo del límite.

Todo lo que acabo de escribir intenta hacer visible, de manera justificada, dos ideas. La primera idea es que los contenidos de nuestra mente tienen una realidad propia y muy diferente de la realidad material que los hace posible. Por este motivo, me parece razonable afirmar que todas las interpretaciones son reales. Quiero decir, que son reales en el campo de realidad que hace posible la vida mental de cada persona.

La segunda idea es que las interpretaciones o teorías que nos permiten acceder a la comprensión de la realidad definen, al mismo tiempo, los límites de la realidad que podemos comprender. En este sentido, las experiencias ligadas al fenómeno de la incomprensión son muy importantes, porque suponen un poderoso estímulo para la reflexión y para la revisión crítica de nuestros horizontes de comprensión. En efecto, ser plenamente conscientes de que hay realidades que se encuentran más allá de nuestra comprensión; colores que nunca podremos ver, palabras que nunca podremos entender… es decir, darnos cuenta de nuestros límites, me parece un formidable acicate para ser más sensibles y humildes ante el gran misterio de la realidad.

[1] David Eagleman, Incógnito.

[2] Carl Sagan, La conexión cósmica, y el poema de Coral Bracho titulado, Polvo de estrellas.

[3] Ver: Eric R. Kandel, Antonio Damasio, Michael S Gazzaniga, David Eagleman, Thomas Nagel, entre muchos otros.

[4] Stephen Hawking i Leonard Mlodinow, El gran diseño y Sean Carroll, El gran cuadro.

[5] La realidad de la vida.

[6] Kandinsky en teoría.

[7] Ignacio Morgado. La fábrica de las ilusiones.

[8] Jorge Luis Borges. El Aleph.

 

© Esther Feliubadaló · www.estherfeliubadalo.cat

 

Libros consultados:

  • Borges, Jorge Luis. El Aleph. Madrid: Alianza editorial, 1984.
  • Carroll, Sean. El gran cuadro: los orígenes de la vida, su sentido y el universo entero. Barcelona: Pasado & Presente, 2017.
  • Eagleman, David. Incógnito. Barcelona: Anagrama, 2016.
  • Frith, Chris. Descubriendo el poder de la mente: como el cerebro crea nuestro mundo mental. Barcelona: Ariel, 2008.
  • Hawking, Stephen H. y Mlodinow, Leonard. El gran diseño. Madrid: Ed. Crítica, 2010.
  • Chalmers, Alan F. ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Madrid: Siglo XXI, 2012.
  • Nagel, Thomas. La mente y el cosmos. Madrid: Biblioteca Nueva, 2014.
  • Sagan, Carl. La conexión cósmica. Barcelona: Plaza & Janés, 1973.