Las verdades del diálogo

Afirmar que mediante el método científico podemos alcanzar un conocimiento fiable y riguroso de la realidad parece muy razonable, pero añadir a continuación que este conocimiento será, guste o no, provisional, puede provocar una cierta sorpresa y quizá un poco de malestar. En efecto, normalmente, no solemos asociar la fiabilidad y el rigor con la provisionalidad. De hecho, sucede todo lo contrario, cuando realmente confiamos en una idea tendemos a creer que su verdad perdurará, que será permanente, y cuando no confiamos en ella, es cuando la guardamos en el cajón mental de las cosas temporales y provisionales.

Si, por ejemplo, un vendedor de inmuebles nos dice que la casa que nos quiere vender tiene unas paredes firmes y unos cimientos sólidos, es muy probable que le escucharemos complacidos, pero si añade que, en ningún caso, nos puede asegurar que en el futuro inmediato no aparezcan grietas o que, con el tiempo, no se derrumben los muros laterales, es casi seguro que nos dejará sorprendidos y muy preocupados.

De todas maneras, si pensamos con calma en sus palabras tendremos que reconocer que no incurren en ningún tipo de contradicción y son tan honestas como coherentes. Efectivamente, a pesar de la solidez estructural que suelen tener la mayoría de los edificios, nadie puede estar del todo seguro de que, con el tiempo, aquí o allá, no aparezcan grietas o de que, tarde o temprano, debido a alguna causa imprevista, por ejemplo, un movimiento de tierras fortuito, una parte del edificio no se agriete o derrumbe.

Es decir, el honesto vendedor que, por razones obvias, no triunfará en el sector inmobiliario, nos ha regalado una verdad humana que ilumina un aspecto importante de nuestra conducta; la tendencia a creer que algunas cosas serán en el futuro como son en el presente.

Quizás, es este tipo de automatismo ingenuo el que nos empuja a creer que las teorías científicas que han superado, reiteradamente, y de manera impecable, todas las medidas de control y las pruebas experimentales, son inmunes al paso del tiempo.

Sin embargo, como pone de manifiesto la historia de la ciencia, la realidad es escurridiza, y parece disfrutar abriendo grietas y haciendo visibles las fisuras de nuestros conocimientos, incluso, de aquellos que tienen una apariencia más sólida y venerable.[1]

En este sentido, no hay que investigar demasiado, ni hacer un largo viaje al pasado para comprobar como, una vez tras otra, las mismas teorías que han dado respuesta y han descrito con precisión matemática muchos fenómenos, también han iluminado problemas que, más tarde, han servido para refutarlas. Es decir, las teorías, cuando de verdad son científicas, crean las condiciones que hacen posible su «falsación» y, al mismo tiempo, abren el camino a nuevas teorías más eficientes, útiles y precisas. Así pues, hacer ciencia, a pesar de lo que algunos puedan pensar, obliga a convivir, permanentemente, con la incertidumbre y con la esperanza de lograr en el futuro una explicación mejor. El conocimiento científico es, pues, provisional.[2]

Por este motivo, resulta curiosa la persistente y popular creencia en la infalibilidad de la ciencia. Una peligrosa convicción que hace que se confunda, de manera inevitable, la ciencia con una especie de religión con dogmas incuestionables.

Expresiones cotidianas del tipo: «está probado científicamente», o «no es una mera opinión, lo dice la ciencia», ilustran este sustrato reverencial con el que de manera espontánea nos solemos relacionar con el conocimiento científico.

Sin duda, esta sumisión que, insisto, parte de una mala interpretación del funcionamiento real de la ciencia es preocupante, pero hay otra creencia, estrechamente vinculada a la anterior, aún más sutil y peligrosa, y de la que se derivan actuaciones con profundas y serias repercusiones sociales, culturales y educativas. Me refiero a la tendencia a dar por supuesto que sólo es real la realidad con la que trabaja la ciencia. O, dicho con otras palabras, que únicamente es real lo que se puede conocer científicamente; lo que, en última instancia, se ajusta a los dictados del método científico. Esta es, como veremos a continuación, una convicción difícil de justificar, pero tan extendida como poco cuestionada.

Los científicos y los filósofos que han pensado con rigor sobre los fundamentos de la ciencia saben que para poder construir verdaderas teorías científicas se debe trabajar con un determinado tipo de realidades: realidades medibles, cuantificables, «observables» y, por lo tanto, capaces de generar resultados que puedan ser comprobados. Son, pues, plenamente conscientes de que, con unas condiciones de partida tan estrictas, y unos límites metodológicos tan precisos, es muy arriesgado concluir que, únicamente, la realidad que cumple estos requisitos es la real, y que solo ella tiene verdadero valor. En este sentido, conviene tener presente que, si algunos científicos hicieran una afirmación de este tipo, no estarían haciendo ciencia, sino expresando una opinión particular tan interesante como indemostrable.

De hecho, el verdadero problema no deriva de tener esta opinión, sino de presentarla disfrazada de conclusión o verdad científica, ya que la aplicación acrítica de este prejuicio clausura de manera injustificada vías de conocimiento alternativas, y deja en la más absoluta oscuridad realidades que pueden ser fundamentales para la vida de las personas.

Así pues, si bien es importante reconocer los valores de la ciencia y su poder explicativo, también es imprescindible no caer en un servilismo acrítico empeñado en poner límites a la realidad. Y hay que decir, claramente, que afirmar que solo son reales las realidades con las que se nutre la ciencia, o que el único conocimiento válido de la realidad es el conocimiento científico, es tan legítimo como discutible y contradictorio.

En efecto, para poder afirmar con rotundidad, y sin ninguna duda, que solo es real lo que puede estudiar la ciencia es preciso, necesariamente, partir de una teoría de la realidad; quiero decir, de una teoría de toda la realidad o, expresado de manera más precisa, del ser de la realidad. Y, una teoría de estas características no se puede probar, al cien por cien, aplicando rigurosamente el método científico.

La ciencia nos puede decir qué es para ella la realidad, pero no puede asegurar o, mejor dicho, no puede probar que la realidad que intenta describir sea la única que realmente existe.

Por lo tanto, si alguien afirma categóricamente que no hay más realidad que aquella que está al alcance del conocimiento científico, no está haciendo ciencia, nos está comunicando una visión de la realidad que, curiosamente, trasciende los límites de la ciencia. Es decir, se está moviendo por los problemáticos dominios de la ontología.

Efectivamente, la reflexión sobre los fundamentos y los límites de la ciencia nos sitúa fuera de la ciencia o, si se prefiere, más allá de la ciencia. Es decir, nos sitúa en el territorio de la reflexión ontológica o metafísica.

No resulta muy difícil imaginar el gesto de rechazo que la anterior referencia a la metafísica habrá provocado entre algunos lectores, pero antes de dejarse arrastrar por conclusiones precipitadas conviene recordar, que el origen de esta palabra se encuentra en la necesidad de Andrónico de Rodas de crear una nueva designación para clasificar los libros de Aristóteles que no encajaban en las categorías ya existentes. Es así como surge la referencia a «los (libros) que van después de la física» Tà metà tà physiká. Una expresión, o si se prefiere una designación descriptiva que, con el tiempo, se convertiría en un concepto tan controvertido como estimulante. Ahora bien, como en este texto intentamos rehuir los debates eruditos y la confusión terminológica, haremos un uso muy limitado de la palabra metafísica y, utilizaremos el término ontología en el sentido preciso de una visión o teoría de la realidad bien justificada y capaz de dar cuenta de todo lo que hay.

Desde esta perspectiva, la diferencia entre la ciencia y la ontología es clara: la ciencia se mueve en un marco de referencia en el que debe probar, debe demostrar, empíricamente, sus afirmaciones, mientras que en el caso del discurso ontológico la obligación primordial radica en justificar la visión que se tiene de la realidad mediante el uso de la razón y la coherencia argumental. Es esta diferencia de obligaciones, y de criterios de verdad, la que permite que la ontología pueda justificarse a sí misma y, en cambio, hace imposible que la ciencia pueda hacerlo.

Ahora bien, el precio que debe pagar la ontología por dar cuenta de la realidad, con un sistema argumental autosuficiente, es muy alto, porque a pesar de su solidez lógica y su capacidad de autojustificación sistemática, la verdad de la que es portadora se encuentra, por decirlo así, atrapada dentro del mismo tejido discursivo que le otorga plenitud de sentido.

Esta situación nos puede hacer pensar en el trilema de Münchhausen y permite evocar, sin muchas dificultades, la imagen, popular y cómica, del famoso barón saliendo de un pantano gracias a la fuerza de su brazo y la resistencia de su coleta.

En cambio, la ciencia no puede recurrir como la lógica, la ontología, o las matemáticas a su propia arquitectura argumental; la ciencia está obligada a poner a prueba sus hipótesis en el mundo de los hechos mensurables. Y, solo cuando supera esas pruebas podemos empezar a hablar de un conocimiento fiable. En efecto, fiable y riguroso, pero también, no lo debemos olvidar, provisional.

En resumen: la ontología nos da una visión justificada pero científicamente indemostrable de la realidad, y, la ciencia, a su vez, nos da respuestas seguras pero transitorias y cuestionables.

Así pues, la ciencia, cuando piensa sobre sí misma se convierte, de manera inevitable, en una actividad muy humilde ya que, como acabamos de ver, si bien es cierto que nos ofrece un conocimiento riguroso y fiable, también es evidente que sus frutos son provisionales y con seguridad no garantizada.

Por otra parte, la ontología, en su intento de dar cuenta bien justificada de todo lo que existe, todavía debe ser más humilde porque, finalmente, cada discurso ontológico encuentra su legitimación en sí mismo. Quiero decir, que las ontologías genuinas son tramas argumentales tejidas en el ámbito de un determinado sistema lingüístico. Lo que las define es su capacidad de ofrecer una visión justificada de los fundamentos de la realidad; una visión con valor y llena de sentido, pero, desgraciadamente, indemostrable.

Todo esto puede parecer un mero entretenimiento especulativo, pero confío en que, al menos, servirá para crear una duda razonable sobre los límites del conocimiento científico y una sombra de sospecha estimulante sobre la ontología y la metafísica, porque las dudas, como las buenas preguntas, son el abono emocional que activa el pensamiento. Y hay que pensar, pensar mucho, para no caer en la trampa de convertir los prejuicios en asesinos de la verdad, y nuestra vida en una sumisa esclava al servicio de creencias acomodaticias.[3] Por esta razón, me parece oportuno reivindicar la práctica de un pensamiento humilde, pero en ningún caso débil; un pensamiento, pues, capaz de no renunciar a la ambición de ser fiel a una verdad buscada y nunca del todo alcanzada.

Antes hemos intentado poner de manifiesto que si alguien afirma que solo es real la realidad con la que trabaja la ciencia no está haciendo ciencia sino metafísica. Y la historia de la filosofía nos muestra, con claridad deslumbrante, que el paisaje ontológico o metafísico es tan variado como problemático. Basta dar un paseo rápido por la historia del pensamiento para darse cuenta de que hay diferentes ontologías o teorías razonables y bien justificadas de la realidad. Esta constatación abre las puertas a una pregunta urgente: ¿Qué podemos hacer cuando nos encontramos con ontologías contrapuestas y del todo incompatibles? ¿Cómo podemos saber si alguna es más verdadera que las otras si, como acabamos de decir, cada una de ellas fundamenta su verdad en sí misma?

Hay quien diría que tenemos que mantener un respetuoso silencio y dedicarnos a pensar en otras cosas más útiles, placenteras, o sencillas, pero este consejo nos aleja de una experiencia de conocimiento que sólo se hace presente cuando se contraponen ideas y se inaugura un buen diálogo. Efectivamente, el diálogo hace, en cierto modo, transparente los pensamientos de las otras personas y nos invita a hacer comprensibles los nuestros. Además, la permeabilidad lingüística a la que obliga el verdadero diálogo contribuye a hacer visibles nuevos problemas y genera nuevos pensamientos en una dinámica imprevisible que abre inesperadas posibilidades de acceso a la realidad. Por tanto, el diálogo, en la medida que funciona como un fructífero intercambio de ideas que intentan aproximarnos a la verdad inaugura una forma precaria pero efectiva de conocimiento. Quizás, para aquellos que buscan verdades platónicas situadas en un mundo ideal, eterno, e inmutable, las verdades del diálogo son poca cosa; un fruto humilde, muy humilde, que no satisface sus ambiciones intelectuales. Sin embargo, desde mi punto de vista estas verdades, temporales y limitadas, tienen el poder de iluminar, como la tenue luz de las pequeñas luciérnagas, realidades que de otro modo permanecerían siempre en la oscuridad. Por lo tanto, contempladas desde esta perspectiva las verdades del diálogo desvelan realidades y experiencias que las redes del método científico no pueden capturar. Hablamos de realidades vitales, realidades transitorias, que se hacen presentes en la vida consciente de las personas cuando, de verdad, se embarcan en un proceso de comunicación y diálogo abierto a la comprensión y al conocimiento.

Así pues, conviene ir con mucho cuidado y cuestionar seriamente algunas visiones de la realidad que, con dudosos argumentos, intentan reducirla a las limitadas dimensiones de lo mensurable y empíricamente comprobable. Y, por la misma razón, también es conveniente, y del todo legítimo, poner en cuarentena las, aún más discutibles, recomendaciones de aquellos que intentan expulsar del pensamiento todas las preguntas que no se ajustan a determinados dogmas y parámetros de autoridad.

Ante las ontologías reduccionistas o absolutistas, que muchas veces se arrogan impunemente una dudosa legitimidad, conviene reivindicar el poder del diálogo como vía de conocimiento. Me refiero, a la práctica de un diálogo basado en la razón y la empatía, y orientado siempre hacia la verdad. Es decir, un diálogo abierto a la tolerancia crítica y, en consecuencia, capaz de acercarse a la realidad desde diferentes puntos de vista y siempre con la máxima humildad y respeto.

En la práctica esto supone, por ejemplo, aceptar la realidad de las otras personas y no solo la de sus cuerpos; aceptar las realidades de los mundos mentales y no solo las relativas a la fisiología del cerebro; aceptar la realidad de las obras de arte y no solo la de sus ingredientes materiales. Se trata, en el fondo, de hacer un esfuerzo continuo para evitar caer en la trampa de confundir nuestros límites con los límites de la realidad. O, dicho de otro modo, nos invita a aceptar la realidad como misterio que se hace presente cuando una persona reflexiona y se da cuenta, asombrada, de que tiene la rara capacidad de pensar sobre el misterio de la propia realidad.

En este sentido, cualquier vagabundeo reflexivo como el que ahora estamos haciendo más que a un método riguroso e inflexible nos remite a una actitud de profundo respeto por la realidad, sea cual sea su forma de aparecer y hacerse presente en nuestra vida.[4]

Así pues, abrirse a la realidad como problema vivido con intensidad y autenticidad es la condición de posibilidad de iniciar un camino de conocimiento que, como hemos intentado poner de manifiesto, no nos conduce a la posesión de una verdad absoluta, pero sí al descubrimiento gradual de nuevas posibilidades de aproximación y comprensión de la realidad. Por esta razón, podemos concluir afirmando que el método científico es tan imprescindible y necesario para el conocimiento del universo mensurable, como el diálogo lo es para el conocimiento de nosotros mismos y de las personas con quienes hablamos.

 

[1] Kuhn, Thomas S. La estructura de las revoluciones científicas.

[2] Popper, Karl R. Búsqueda sin término.

[3] Pensamientos para pensar.

[4] La ciencia en la mente.

 

© Esther Feliubadaló · www.estherfeliubadalo.cat

Libros consultados:

  • Aristóteles. Metafísica (Edición Trilingüe de Valentín García Yebra) Madrid: Gredos, 1987.
  • Borges, Jorge Luis. Obras Completas, Vol. 2 (1952-1972) Buenos Aires: Emecé, 1989.
  • Carroll, Sean. El gran cuadro: los orígenes de la vida, su sentido y el universo entero. Barcelona: Pasado & Presente, 2017.
  • Gadamer, Hans-Georg. Verdad y método. Salamanca: Ediciones Sígueme, 1991.
  • Kuhn, Thomas S. La estructura de las revoluciones científicas. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.
  • Marías, Julián. Antropología metafísica. Madrid: Alianza editorial, 1995.
  • Marías, Julián. Idea de metafísica. Buenos Aires: Editorial Columba, 1954.
  • Pinker, Steven. El instinto del lenguaje. Madrid: Alianza editorial, 2012.
  • Popper, Karl R. Búsqueda sin termino. Una autobiografía intelectual. Madrid: Editorial Tecnos, 1985.