La realidad de la vida

En los ensayos de este blog hemos puesto de manifiesto, de manera reiterada, que los colores no son una propiedad intrínseca de las cosas, sino el fruto de la peculiar interacción de diferentes órganos de nuestro cuerpo entre sí, y con el resto del mundo. Los científicos lo tienen muy claro: el cerebro procesa la realidad para construir, con ella, útiles representaciones mentales, que tienen el propósito de facilitarnos la supervivencia.

Es decir, el resultado de la actividad del cerebro no es nunca una copia fiel de la realidad que encontramos en nuestro entorno, sino una manera parcial, indirecta y, en última instancia, personal de experimentarla.

En este contexto de interpretación podríamos utilizar, con un cierto margen de libertad, la expresión «realidad primaria» para referirnos a la realidad que no ha sido procesada por el cerebro, mientras que la expresión «realidad mental» se podría utilizar para hablar de la realidad, finalmente, procesada. Se trata de una distinción semántica que nos permite, por ejemplo, establecer una diferencia significativa entre la radiación electromagnética que inunda nuestros ojos una mañana soleada de verano: realidad primaria, y, la estimulante contemplación de un arroyo serpenteante que atraviesa un bosque frondoso: realidad mental.

No hay duda, si nos movemos en este marco de referencia, que la radiación que activa los fotorreceptores de la retina está íntimamente vinculada a la placentera visión del paisaje. Pero tampoco se puede negar que, entre las ondas de luz que captan nuestros ojos, y la experiencia de ver un bosque umbrío, hay diferencias esenciales y un montón de preguntas sin respuesta. En efecto: ¿cómo es posible que de la organización de la realidad física emerja una conciencia capaz de preguntarse qué son las cosas y por qué tienen colores? O, planteado de otra manera: ¿cómo es posible que de una determinada realidad primaria surja una vívida realidad mental?[1]

Tengo que confesar que, para mí, el hecho de que las personas nos podamos plantear estas espinosas cuestiones es algo asombroso: la pasmosa constatación de un misterioso acontecimiento cósmico. Quiero decir, que me resulta alucinante, e incluso me provoca un poco de vértigo, pensar que cada vez que alguien interroga la realidad es, en cierto modo, una minúscula y fugaz estructura empírica del universo, con nombre y apellidos, quien pregunta por ella. Sinceramente, me parece extraordinario, y muy desconcertante, que desde de nuestra vida, concreta y personal, la realidad tenga la posibilidad de formularse algunas preguntas sobre ella misma. Y todo lo que acabo de escribir tiene, todavía, un aspecto más inquietante y problemático cuando, finalmente, nos damos cuenta de que la única manera de preguntarnos por el sentido de la realidad primaria es hacerlo desde la atalaya de una realidad mental.

En efecto, si la realidad de la que somos conscientes es siempre, y de manera inevitable, la realidad procesada por nuestro cerebro, hacer una distinción conceptual entre «realidad primaria» y «realidad mental» nos acaba enfrentando a una fértil paradoja ya que, tarde o temprano, tendremos que reconocer que la única manera de hablar de cualquier supuesta realidad sea del tipo que sea, es después de convertirla en realidad mental.

Y esto es así por dos razones: la primera, y más inmediata, nace de ser conscientes de que nunca tenemos un contacto directo con ninguna realidad primaria, es decir, con ninguna realidad no procesada por el cerebro. Como todos sabemos, las personas siempre percibimos el mundo físico a través de los sentidos, por lo tanto, como información codificada e interpretada.

La segunda razón está vinculada al reconocimiento de una evidencia: si queremos hablar de una realidad primaria, necesariamente, debemos habitar un mundo lingüístico, es decir, tener un vocabulario y una gramática que nos permitan dar cuenta de nuestras experiencias y pensamientos. Y esa realidad lingüística, ese sistema de signos con significado, es, también, mental.[2]

Por lo tanto, la distinción operativa entre una realidad primaria y una realidad mental solo funciona bien en determinados contextos de interpretación, pero resulta muy problemática cuando se intenta entender, de verdad, qué es la realidad.

En este sentido, y, si somos del todo consecuentes con los resultados de la indagación que hemos hecho hasta ahora, tendremos que reconocer que tanto la realidad de los colores como la de la radiación electromagnética son mentales; dos maneras, con diferentes grados de realidad, de interpretar la realidad.

Dicho de una manera más contundente y precisa: las personas siempre construimos modelos mentales de la realidad para poder vivir en ella y con ella. De todas maneras, no hay que olvidar que esos modelos, teorías o interpretaciones son, también, reales, es decir, realidades construidas con la realidad. Otra cosa es que su grado o nivel de realidad sea, desde el primer momento, muy diferente al de la realidad original. Así pues, los modelos, las teorías o las interpretaciones nunca deben confundirse con la realidad de partida, sea esta la que sea.[3]

En efecto, todo lo que encontramos en nuestro entorno, y es captado por los sentidos, sufre un intenso proceso de transformación, elaboración, e interpretación. Y no conviene olvidar que, al final, solo somos conscientes de una parte de toda la actividad que desarrolla el encéfalo en su intensa relación con la información que le llega de la realidad circundante.[4]

Así pues, podemos conjeturar que la organización de la realidad que es el cuerpo de una persona tiene la capacidad de dar cuenta de la organización de la realidad que le rodea, gracias a la construcción de una realidad mental orientada a este propósito. Y es en ese campo de sentido en el que resulta del todo razonable concluir que, en función de cuáles sean los contenidos de nuestra mente, así será la relación que tendremos con el mundo, con el resto de las personas y con nosotros mismos.

Es decir, ni mi conducta ni mis estados de ánimo son un mero reflejo automático de patrones de comportamiento codificados y esculpidos a nivel molecular en las células del cuerpo. Las interpretaciones en las que habitamos también tienen una influencia directa y clara en nuestra manera de actuar y de sentir. De hecho, entre la energía que da vida a los pensamientos, y al resto de los procesos corporales, hay interacciones continuas y de una gran complejidad. Tan solo hay que ver, por ejemplo, cómo determinados productos químicos, o algunos pensamientos, pueden alterar radicalmente las emociones y la conducta de una persona.

La mente y el cuerpo se influyen de manera mutua porque forman parte de la misma realidad, pero no tienen la misma realidad.

Me explico, la realidad corpórea y la realidad mental son diferentes y tienen diferentes grados de realidad. Lo mismo podríamos decir, por ejemplo, de la tinta de un bolígrafo y las palabras que escribimos con él. Sin la tinta y el papel las frases escritas no tendrían una realidad física, pero los significados que las palabras vehiculan no se pueden reducir a la fluida mezcla de pigmentos y aglutinantes químicos. Por lo tanto, para poder descubrir la realidad en sus variadas manifestaciones, y poder dar cuenta de estos descubrimientos, se requieren métodos bien diferenciados y lenguajes apropiados.

En resumen: la realidad es la condición de posibilidad de la existencia de las realidades mentales, pero la actividad mental es la condición de posibilidad de la comprensión de cualquier realidad. Se trata, pues, de una conexión intrínseca, con forma de bucle, entre realidades que se influyen de manera recíproca.

Y si ahora, acompañados de estas ideas, volvemos a pensar en los colores, podremos decir, con convicción, que son una presencia mental que se puede explicar de manera bastante detallada, y con rigor científico, mediante diferentes modelos teóricos en los que juegan un papel muy destacado la radiación electromagnética que entra por los ojos, y las señales electroquímicas que activan las redes neuronales del cerebro.

Por tanto, podemos concluir que la visión de los colores depende de procesos físicos y fisiológicos que, finalmente, nos permiten ver y hablar con emocionada admiración tanto de los maravillosos colores de los cuadros de Wassily Kandinsky como de las variadas tonalidades de una puesta de sol.[5]

De todos modos, esta forma de ver y entender los colores no es automática ni resulta muy intuitiva. De hecho, muchas personas a lo largo de la historia han vivido en la creencia de que los colores eran una propiedad esencial y muy estable del mundo exterior. Para ellos, era tan evidente que los colores formaban parte de la realidad de las cosas que ni siquiera necesitaban cuestionarse esta firme convicción.

En este sentido, podemos estar casi seguros de que tanto los contemporáneos de Homero como los primeros lectores del libro de Job creían, de verdad, que la sangre era de color rojo y dorada la luz del sol que iluminaba el cielo.[6]

Pero ahora sabemos que las cosas no son tan sencillas: los colores, como hemos ido comentando en este blog, no son una propiedad esencial y permanente de los objetos, sino el formidable resultado de un complejo y sutil proceso de codificación, e interpretación, de la realidad en que vivimos. En efecto, la radiación electromagnética que atraviesa el ojo, y entra en contacto con los fotorreceptores de la retina, se convierte en impulsos eléctricos que transitan por el nervio óptico y se expanden, mediante variadas reacciones químicas, a través de las redes neuronales del córtex visual. El resultado final es la visión de un mundo en colores.

Por lo tanto, la experiencia de los colores es el fruto privilegiado y sorprendente de la intensa relación que la estructura empírica del cerebro establece consigo misma y con el mundo exterior.

Así pues, vuelvo a repetir que, si podemos admirar las variadas tonalidades de una pintura de William Turner, o las nubes de fuego de un atardecer de otoño, es porque tenemos un cerebro capaz de procesar determinadas longitudes de onda y hacerlas visibles como colores.

Ahora bien, hasta donde tenemos conocimiento, el ser humano es el único animal que, además de ver colores, es consciente de verlos y capaz de dar cuenta de lo que ha visto. Quiero decir, que las personas tenemos conciencia de los contenidos de nuestra mente, y eso nos permite, aunque sea de un modo intermitente y, durante un tiempo limitado, dar razón de ellos.[7]

Esta constatación, tan trivial y tan cercana, nos confronta con un atractivo horizonte de preguntas que, de repente, nos sitúan un poco más allá del contexto de interpretación en el que nos hemos estado moviendo en la primera parte de este ensayo. En efecto, a lo largo de estas páginas hemos intentado conectar de manera rigurosa dos ideas que tienden, fácilmente, a caminar por sendas paralelas: la primera es que la realidad de los colores es mental, y la segunda es que su atractiva realidad depende de las complejas y dinámicas relaciones que establecen, entre sí, diferentes formas de organización de la realidad.

Sin embargo, esta sencilla construcción teórica es peligrosamente inestable sin una clave de bóveda capaz de unir todos los elementos. Y esa clave es, sin duda, la vida.

Sin la vida y, de manera más concreta sin la vida humana, no es posible hablar de la realidad mental ni de ninguna otra realidad. Podemos especular tanto como queramos sobre la realidad primaria, o sobre la realidad de la Realidad, o sobre la realidad del Ser o sobre el Ser de la realidad, pero cualquier reflexión sobre estas cuestiones las deberá hacer, necesariamente, una persona.

Así pues, es desde una vida humana concreta y consciente, desde la vida de cada uno de nosotros, desde donde, finalmente, se puede hablar de una realidad mental entendida como resultado de la interacción entre diferentes formas de organización de la realidad. Y es, por tanto, en ella, en la vida de quien ahora escribe estas líneas o en la del lector de estos ensayos, donde todo lo que se acaba de escribir tiene sentido o resulta discutible.

El hecho de reconocer la importancia radical de la vida personal en la comprensión de la realidad nos facilita el acceso a una visión más amplia, profunda y rigurosa del mundo en que vivimos, y nos ofrece una nueva perspectiva desde la que explorar algunas cuestiones de amplio alcance.

Se trata, en la práctica, de hacer un movimiento giratorio; el desplazamiento imprescindible para dejar de dar la espalda a una parte decisiva de la realidad y tomar, por fin, conciencia de un hecho innegable: que no puede haber una verdadera comprensión del mundo sin alguien capaz de hacerlo comprensible.

Hay que ser, pues, respetuosos con las evidencias y aceptar que es la vida personal, la vida concreta de cada uno de nosotros, la que hace posible el descubrimiento de la realidad. Una constatación, que en ningún caso impide sentir el máximo respeto y la más profunda admiración por las valiosas y contrastadas investigaciones que, cada día, parecen más cerca de demostrar que la vida, en todas sus expresiones, emerge de una determinada organización de la realidad física. De hecho, que la vida orgánica sea un proceso emergente derivado de la compleja combinación, en un orden preciso, de innumerables moléculas es del todo compatible con el reconocimiento, de que es en el seno de la vida humana donde tiene lugar cualquier interpretación de la realidad, y donde podemos dar, al final, cuenta de esas interpretaciones.

Sobre esta poderosa evidencia han pensado con precisión, rigor, y envidiable claridad comunicativa filósofos como José Ortega y Gasset o Julián Marías. Y sus inspiradoras aportaciones me parecen decisivas para continuar pensando sobre estas y otras cuestiones vitales.

Recordemos que Ortega y Gasset definía la vida como la realidad radical, y, a continuación, añadía con gran acierto: “Al llamarla “realidad radical” no significo que sea la única: ni siquiera que sea la más elevada, respetable o sublime o suprema, sino simplemente que es la raíz –de aquí, radical- de todas las demás en el sentido de que éstas, sean las que fueren, tienen, para sernos realidad, que hacerse de algún modo presentes o, al menos, anunciarse en los ámbitos estremecidos de nuestra propia vida «.[8]

Me parece fundamental retener esta afirmación porque sitúa la vida humana en el lugar que creo que le corresponde: es decir, como la realidad en la que radican las otras realidades, pero sin que ello implique que sea ni la única ni la más elevada ni, tampoco, la primera ni la última.

La vida concreta de cada persona es, pues, la realidad en la que otras formas de organización de la realidad se hacen perceptibles y comprensibles. Y debe ser así para que se pueda ir haciendo, con la realidad, una verdadera vida humana.

Reconocer como una evidencia filosófica que la vida de las personas es la peculiar realidad que hace posible la comprensión de la realidad, nos permite concluir que, únicamente, se puede hablar con sentido de la realidad desde nuestra vida. Quiero decir, desde la propia y concreta realidad personal de cada uno de nosotros.

La vida consciente y personal es, sin duda, el campo de luz en el que todas las realidades, sean del tipo que sean, se hacen visibles y accesibles a la comprensión.

En otras palabras, sin la realidad no puede haber vida ni se puede hacer una vida. Pero, no hay que olvidar, que la realidad debe encontrarse con la particular realidad de una vida humana para tener la oportunidad de convertirse, de algún modo, en comprensible y vivible.

Esta conexión intrínseca entre realidad y vida pone claramente de manifiesto que es imprescindible que haya una realidad más allá de nuestra mente para que la vida sea posible. La vida requiere una realidad con la que irse haciendo por una sencilla razón, porque la vida no crea toda la realidad. De hecho, la vida toma, como puede, posesión de la realidad y va la procesando afanosamente para poder hacer con ella una vida real. Por tanto, conviene tener muy presente que la realidad que es la vida, y que se hace con la vida, depende de una realidad que no se puede identificar ni confundir con la propia realidad de la vida. En otras palabras, la vida es la realidad haciéndose realidad vital.

Ahora bien, en el caso de las personas, a diferencia de lo que ocurre con otros organismos vivos, esta conexión entre realidad y vida es muy compleja y sofisticada.

En efecto, para poder vivir una auténtica vida humana es necesario, que además de haber una realidad, ésta pueda ser comprendida. Y eso no es posible sin la razón.

Podríamos decir, en este contexto, que la razón es la facultad que hace comprensible la realidad y, al hacerla comprensible, nos da la oportunidad de vivir como personas. Si no tuviéramos acceso a la comprensión de la realidad solo podríamos vivir una vida animal. Quiero decir, que nuestra supervivencia dependería, en todo momento, de los férreos patrones de conducta codificados en nuestro material genético. Pero la vida humana, en la medida en que no es el mero reflejo de una conducta puramente instintiva, está abierta a la libertad.

Las personas, para vivir, estamos obligadas a decidir, pero siempre podemos elegir, como mínimo, entre dos opciones. Es decir, estamos obligados a decidir, pero podemos escoger. Por este motivo, vivir una auténtica vida humana, es tan difícil y tan apasionante. Tenemos que convivir, día tras día, con la incertidumbre y, al mismo tiempo, con el permanente deseo de escapar de su inquietante presencia. Pero, para alejarnos del asedio de la inseguridad necesitamos comprender el mundo en que nos movemos: necesitamos una interpretación de la realidad que nos ayude a saber a qué tenernos y nos permita decidir con buen criterio. En otras palabras, necesitamos hacer uso de la razón.

Y si ahora, después de este largo viaje, volvemos a mirar con calma el azul intenso del cielo o el verde esmeralda del mar, no sólo estaremos en condiciones de quedarnos admirados con su relajante presencia, sino que también podremos afirmar, con una convicción bien justificada, que la realidad de los colores radica, en última instancia, en la vida. Es, efectivamente, la vida la que tiene el poder de dar realidad al mundo de los colores. Pero no hay que olvidar que hace falta que esa vida sea una verdadera vida humana para que los colores y el mundo, además de ser visibles, sean comprensibles y tengan un sentido real.

 

[1] Pensando en la realidad.

[2] Constelaciones lingüísticas.

[3] Sin embargo, conviene recordar que las interpretaciones, en la medida que son reales, son una fuente primordial e inagotable de nuevas interpretaciones. Por lo tanto, cuando hablamos de realidad original, o de una realidad de partida, nos estamos moviendo, necesariamente, entre interpretaciones. Lo más fascinante y desconcertante de todo esto es que son las teorías que elaboramos y con las que pensamos las que nos permiten hablar de una realidad fuera de la realidad interpretada. En otras palabras, desde las interpretaciones intuimos una realidad “situada” más allá de los dominios de las interpretaciones.

[4] Smart, Andrew J. El arte y la ciencia de no hacer nada.

[5] Kandinsky en teoría.

[6] “Iro le golpeó en el hombro derecho, y él le atizó en el cuello bajo la oreja y le partió los huesos por dentro. Al momento brotó sangre roja de su boca y se derrumbó con un grito, y rechinó los dientes mientras pataleaba con sus pies en el suelo.” Canto XVIII de la Odisea. Homero. (Versión de Carlos García Gual).

Viniendo de la parte del Norte la dorada claridad. La Biblia (Job 37, 22)

 

[7] Es muy probable que otros animales también tengan una experiencia sensible del color, pero es muy dudoso que sean plenamente conscientes de los colores que ven y es seguro que no tienen un lenguaje con el que dar cuenta de la experiencia vivida. Ahora bien, sí que parece razonable postular que el cerebro de muchos animales es capaz de construir representaciones mentales del mundo en el que viven.

[8] Ortega y Gasset, José. El hombre y la gente.

 

© Esther Feliubadaló · www.estherfeliubadalo.cat

 

Libros consultados:

  • Chalmers, David J. La mente consciente. Barcelona: Gedisa, 1966.
  • Dehaene, Stanislas. La conciencia en el cerebro. Descifrando el enigma de cómo el cerebro elabora nuestros pensamientos. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2015.
  • Marías, Julián. Razón de la filosofia. Madrid: Alianza editorial, 1993.
  • Mora, Francisco. Continuum: ¿Cómo funciona el cerebro? Madrid: Alianza editorial, 2002.
  • Nagel, Thomas. Quin sentit té tot plegat?: brevíssima introducció a la filosofia. Santa Coloma de Queralt: Obrador Edèndum, 2014.
  • Ortega y Gasset, José. El hombre y la gente. II. La vida personal. En: Obras completas: vol. VII (2ª ed.). Madrid: Revista de Occidente, 1964.
  • Pigem, Jordi. Intel·ligència vital. Una visió postmaterialista de la vida i la consciència. Barcelona: Kairós, 2015.
  • Sigman, Mariano. La vida secreta de la mente. Madrid: Debate, 2016.
  • Smart, Andrew J. El arte y la ciencia de no hacer nada. Madrid: Clave Intelectual, 2014.
  • Wilson, Edward O. El sentido de la existencia humana. Barcelona: Gedisa, 2016.