La ciencia en la mente

Los científicos afirman que la variada gama de tonalidades cromáticas que nos muestra el mundo tan solo es una maravillosa ilusión que se desvanece, a la luz del conocimiento, con la misma celeridad que se acortan las sombras con la luz del sol cenital. Es decir, desde una perspectiva estrictamente científica la realidad que nos rodea es incolora, insípida, inodora…[1] Por lo tanto, parece razonable pensar que el mundo que vemos y sentimos, a pesar de su apariencia fiable, es muy diferente de la realidad que lo hace posible.

La neurociencia corrobora ampliamente esta idea, y pone de manifiesto, con datos contundentes, que el cerebro es un órgano que se alimenta de migajas de realidad; las procesa y codifica, y, con ellas, crea nuestra peculiar y personal visión del mundo.[2]

Sin embargo, esto significa que nunca establecemos un contacto directo con la realidad exterior. Siempre la experimentamos en diferido y una vez se ha procesado. Es decir, habitamos un mundo mental que se nutre de una misteriosa realidad con la que solo nos podemos relacionar desde la cartografía que atesoramos en nuestra mente.

El cerebro humano es un hábil constructor de interpretaciones que dan sentido a la realidad que nos rodea y, sin ellas, somos incapaces de entender nada. En otras palabras, mientras más conscientes somos de los procesos cerebrales que hacen posible la comprensión de la realidad que nos rodea, más visible se hace la distancia que nos separa de ella.

En efecto, los conocimientos actuales permiten conjeturar, con un cierto grado de seguridad, que el cerebro crea nuestro mundo mental a partir de una realidad «extramental», es decir, con una realidad exterior a la mente. Pero si, tal como afirman los investigadores, solo podemos conocer la realidad exterior a través de la realidad mental, entonces, tendremos que concluir que el cerebro es un producto de la mente. Quiero decir, que, si el cerebro siempre codifica la realidad exterior, y con ella crea útiles representaciones del mundo, estamos obligados a reconocer, aunque todo ello resulte tan inquietante como un autorretrato de Escher, que nuestra concepción del cerebro es siempre una interpretación que radica en nuestra mente.[3]

Así pues, la gran paradoja con la que se enfrenta la ciencia nace, en última instancia, de negar realidad a la realidad. En efecto, si se expulsan los colores del horizonte de la realidad porque se los considera una mera ilusión mental, tarde o temprano, nos veremos forzados a cuestionar la realidad del cerebro y la realidad de la estructura fundamental de la materia, ya que tanto los cerebros con los que trabajan los neurocientíficos como los átomos que investigan los físicos son, al fin y al cabo, meras interpretaciones: modelos teóricos que se derivan de la actividad cerebral, pero que, en último término, no se identifican plenamente con ella.

Ahora bien, si ampliamos los límites de la realidad más allá de las fronteras que fijan determinados planteamientos reduccionistas, descubriremos que algunos problemas se desvanecen y todo resulta más comprensible. En el fondo, se trata de ser menos rígidos y de aceptar lo evidente: la realidad de la conciencia, y los contenidos de la mente. Es decir, en lugar de relegar a los confines de la irrealidad los colores, los significados, los valores… los deberíamos considerar parte de la realidad. Una nueva realidad creada desde la innovadora realidad que es la vida humana.[4] En otras palabras, una realidad intrínsecamente vinculada al mundo físico, pero, en última instancia, irreductible a él.

Desde esta perspectiva, más completa y respetuosa con la realidad, se podría continuar estableciendo una diferencia fundamental entre la realidad de las interpretaciones y la realidad que se intenta interpretar y, por tanto, se podría evaluar, tal como se hace ahora, la utilidad o la verdad que corresponde a la realidad de los modelos puestos a prueba. No se trata, pues, de renunciar a la búsqueda de un conociendo riguroso de la realidad, sino de ser más fieles a la realidad que tenemos a nuestro alcance.

Efectivamente, si consideramos real el universo mental que hace posible la vida humana y, al mismo tiempo, postulamos la existencia de una realidad subyacente, de la que se derivan los múltiples niveles de realidad en que vivimos, nos podremos situar a una prudente distancia tanto de los partidarios más extremistas del materialismo como de los seguidores del idealismo. Es decir, podremos pensar, seriamente, que ni toda la realidad es material ni toda es mental. Más bien, parece que la realidad, en su expresión física, se ha organizado, a lo largo del tiempo, de muchas maneras diferentes; átomos, moléculas, estrellas… y este dinamismo creador ha acabado dando origen a una peculiar y compleja estructura material de la que ha emergido un nuevo tipo de realidad: la vida. Y la vida, en el caso del planeta tierra, ha evolucionado y ha hecho posible una criatura de una gran complejidad y con un cerebro con tantas neuronas como estrellas hay en nuestra galaxia. Un cerebro que, día a día, pone de manifiesto que tiene la facultad de crear mundos mentales y la capacidad de ser consciente de ellos. En resumen, tanto la vida humana como la mente de las personas son fenómenos reales, con una realidad que les es propia, e irreductible a la realidad de las cosas. Somos, pues, creadores de representaciones reales de la realidad. Los asombrosos artífices de interpretaciones con sentido, es decir, con significado y valor.

Así pues, tanto los científicos como el resto de las personas somos los habitantes de una peculiar realidad de sensaciones y significados, de sueños y emociones, de ideas y futuros imaginados.[5]

¿Por qué deberíamos negar realidad a todas estas realidades? ¿Por qué deberíamos rechazar una parte de la realidad en la que vivimos? ¿Por qué no creer que todos los productos y fenómenos vinculados a la realidad son, precisamente, reales porque forman parte de ella?

A la luz de estas preguntas parece claro que las visiones reductivas de la realidad resultan profundamente insatisfactorias, más aún cuando, como hemos comentado anteriormente, las investigaciones científicas más fiables revelan que la única relación que podemos establecer con la realidad extramental se produce, obligatoriamente, desde el mundo mental que construye el cerebro de cada persona. En otras palabras, si no otorgamos realidad a los contenidos de la mente nos encontraremos encarcelados en una terrible contradicción.

Así pues, la curiosa conclusión de estas reflexiones es que los partidarios de expulsar de la realidad los contenidos mentales se enfrentan a una singular paradoja. En efecto, si para ellos la realidad mental es una mera fantasía irreal, tarde o temprano, tendrán que reconocer que sus ideas también lo son. ¿O es que hay alguna idea que no sea, al fin y al cabo, mental?

 

[1] Bunge, Mario. La ciencia, su método y su filosofía

[2] Lo que usted experimenta – todas las visiones, sonidos y olores – nunca es una experiencia directa, sino una interpretación electroquímica en un cine a oscuras. David Eagleman. El cerebro. Ed. Anagrama, 2017.

[3] Pensando en la realidad.

[4] La realidad de la vida.

[5] La libertad atisbada.

 

© Fotografía José A. Montes (Josep Montes)

Libros consultados:

  • Burnett, Dean. El cerebro idiota: un neurocientífico nos explica las imperfecciones de nuestra materia gris. Barcelona: Temas de hoy, 2016.
  • Dennet, Daniel C. La evolución de la libertad. Barcelona: Paidós, 2004.
  • Eagleman, David. El cerebro (nuestra historia). Barcelona: Anagrama, 2017.
  • Gazzaniga, Michael S. ¿Qué nos hace humanos? Barcelona: Paidós, 2010.
  • Morgado Bernal, Ignasi. La fábrica de las ilusiones: conocernos más para ser mejores. Barcelona: Ariel, 2015.