Gravedad con sentido

El día 11 de febrero del año 2016 se produjo la confirmación oficial, y pública, de la existencia de las ondas gravitatorias. Cien años después de la publicación de la teoría de la relatividad general, los científicos pudieron, por fin, anunciar al mundo que habían detectado las escurridizas ondulaciones que Albert Einstein había imaginado y que, durante millones de años, se habían estado desplazando por el océano cósmico sin que nadie se diera cuenta.

Otra vez, para sorpresa de especialistas y profanos, las predicciones de la extraordinaria teoría de Albert Einstein se habían visto ratificadas. Eso sí, en esta ocasión había sido necesario más tiempo y la construcción de complejos y sofisticados detectores capaces de registrar, con precisión, los datos necesarios para validar adecuadamente las previsiones teóricas.

Hay que recordar que en 1919 ya se vivió un episodio similar cuando el astrofísico Arthur Stanley Eddington hizo públicos los resultados de las observaciones que había realizado durante el eclipse solar de mayo de ese mismo año. Los datos, obtenidos con grandes dificultades, ponían de manifiesto que, tal como preveía la teoría de la relatividad general, la luz experimenta una ligera desviación de su trayectoria cuando entra en contacto con el campo gravitatorio del sol. Se trata de un minúsculo desplazamiento que se produce, como sabemos desde entonces, por la deformación, en forma de curva, que sufre el espacio-tiempo debido a la acción de la fuerza de la gravedad.

La noticia sobre los resultados obtenidos por Eddington tuvo un gran eco en su momento, y contribuyó, de manera notable, a hacer de Albert Einstein un personaje popular más allá de los dominios de la física teórica.

No hay duda de que estos ejemplos iluminan, de manera precisa, el admirable funcionamiento de la ciencia: su maravillosa capacidad de construir, y poner a prueba, modelos teóricos que sirven para descubrir y sacar a la luz realidades ocultas. Ahora bien, este método, riguroso y muy fiable, también tiene unos límites, de los que hay que ser plenamente conscientes si no queremos cometer graves errores. Es decir, si no queremos confundir la parte con el todo, o, dicho de otro modo, si no queremos caer en la trampa de creer que sólo es real, y tiene existencia definida, lo que se puede capturar con las redes del método científico.[1]

En este ámbito de reflexión conviene actuar siempre con una dosis de saludable cautela, porque si uno se deja arrastrar por el fanatismo reduccionista corre el riesgo de hacer desaparecer de su horizonte de pensamiento las amplias parcelas de realidad que son imposibles de validar o refutar científicamente. Por otra parte, convertir dicha creencia en una verdad incuestionable, además de implicar una contradicción lógica, representa un serio empobrecimiento de la vida humana.[2]

Un sencillo ejercicio de imaginación, o si se quiere un pequeño experimento mental, nos puede ayudar a entender mejor esta cuestión. Supongamos, por ejemplo, que un científico brillante elabora una teoría capaz de dar una respuesta coherente y matemáticamente impecable a una serie de problemas de física subatómica. Imaginemos que su teoría es puesta a prueba, día tras día, en diferentes laboratorios del mundo y que, finalmente, los resultados de todos los experimentos confirman, sin lugar a duda, la validez del modelo teórico sometido a escrutinio. Hasta aquí, y sin entrar en detalles, la teoría habría cumplido con los requisitos que exige el método científico y, por tanto, se consideraría correcta. En otras palabras, se habrían dado los pasos necesarios para obtener el fértil y fiable conocimiento que nos otorga la buena ciencia. En efecto, en primer lugar, se habrían formulado preguntas, o, planteado problemas arraigados en alguna dimensión mensurable de la realidad, a continuación, y sobre una base lingüística compartida, generalmente matemática, se habría elaborado una hipótesis o una serie de hipótesis conectadas de manera sistemática, y, finalmente, estas hipótesis se habrían sometido a pruebas experimentales para tratar de obtener los resultados que las confirmaran o invalidaran.

Pero ahora imaginemos una situación diferente, imaginemos que una persona elabora, con un notable rigor argumental, una revolucionaria teoría de la que se derivan una serie de predicciones valiosas, pero, desgraciadamente, imposibles de verificar, rebatir o falsear en el momento en que la teoría es formulada. En este caso nos encontraríamos con un límite claramente infranqueable, un límite fijado y aceptado por la propia ciencia, y que dejaría la teoría, por decirlo así, indefinidamente aprisionada dentro de su propio marco teórico. Es, por ejemplo, lo que hasta ahora pasaba con las ondas gravitatorias: únicamente tenían una existencia teórica.

Así pues, en este contexto, podríamos concluir de manera coherente que la realidad no validada científicamente es, en el mejor de los casos y hasta que no se demuestre lo contrario, pura teoría.

¿Pero qué pasa cuando la teoría que resulta totalmente indemostrable es fundamental para la ciencia? O, formulado de una manera más radical: ¿qué pasa si no se pueden probar con las reglas fijadas por el método científico los propios fundamentos de la ciencia?[3] Entonces, la respuesta más razonable sería decir que sobre esta cuestión no se puede hablar científicamente.

Sin embargo, que los fundamentos de la ciencia no se puedan probar científicamente, o que no todas las ideas se puedan demostrar, no implica, al menos desde la perspectiva que defendemos en este ensayo, que se deba renunciar a hablar sobre esas cuestiones, ni tampoco supone, necesariamente, que ese hablar esté condenado a mantenernos en los márgenes del conocimiento.

Insisto, hay que reconocer que el discurso ya no será estrictamente científico porque no se podrá probar o refutar experimentalmente, pero eso no quiere decir que no pueda ser un hablar bien justificado, argumentalmente riguroso, verdadero, y capaz de inaugurar un diálogo fructífero que, incluso, favorezca el descubrimiento de nuevas visiones de la realidad.

En este sentido, la reciente detección de las ondas gravitatorias, postuladas por la teoría general de la relatividad, facilita el planteamiento de dos preguntas que nos pueden ayudar a seguir reflexionando sobre los límites de la ciencia y sobre el valor del diálogo como método de conocimiento.

La primera pregunta es la siguiente: ¿existían las ondas gravitatorias antes de que Einstein elaborara su genial teoría? Y la segunda pregunta es: ¿podemos afirmar en estos momentos, de manera categórica y concluyente, que las ondas gravitatorias continuarán existiendo dentro de mil años?

Las dos preguntas, aunque quizá lo pueda parecer, no están hechas con mala intención y, de hecho, puedo adelantar que tanto si respondemos que sí como si respondemos que no, lo cierto es que nunca podremos probar científicamente dónde habita la verdad. ¿Cómo hacerlo?[4]

Para poder demostrar que las ondas gravitatorias ya existían hace un siglo deberíamos viajar en el tiempo, concretamente al pasado, lo que ahora mismo únicamente podemos hacer con la ayuda de la imaginación. Y, por otra parte, para poder responder a la segunda pregunta afirmativamente, y de manera bien justificada, deberíamos enfrentarnos y superar un viejo problema filosófico que todavía está vivo y continúa provocando serios quebraderos de cabeza. Me refiero al problema de la inducción, que David Hume planteó hace varios siglos y que, de manera muy simplificada, nos dice que no podemos estar del todo seguros de que un acontecimiento se producirá en el futuro porque en el pasado se haya repetido siempre con una regularidad absoluta.[5]

Llegados a este punto del camino, incluso los científicos más intransigentes deberían reconocer que, más allá de la ciencia y su método, hay un vasto y en muchos aspectos desconocido territorio que es accesible al lenguaje, pero inaccesible a la verificación científica. Un territorio que se puede explorar con la luz del diálogo y que genera un tipo de conocimiento que, aunque no sea rigurosamente científico, sí es humanamente enriquecedor.

Por ejemplo, si en este momento nos encontráramos reunidos con un grupo de amigos con inquietudes filosóficas y uno de ellos nos planteara la pregunta de si las ondas gravitatorias existían o no antes de su detección por los instrumentos de observación, es probable que la cuestión, además de algunas sonrisas, provocara un diálogo estimulante en el que cada uno, con más o menos gracia e ingenio, iría exponiendo su opinión y sus argumentos. Una conversación de este tipo seguro que ofrecería a todos los presentes la posibilidad de contemplar el tema desde nuevos puntos de vista y los obligaría a enfrentarse a pensamientos sobre los que antes no habían pensado. Esto, sin duda, convertiría el diálogo en una fiesta de reflexiones compartidas con un final imprevisible y, claramente, provisional. En este dinámico proceso de comunicación no resulta muy difícil imaginar que cada interlocutor acabaría conociendo algunos aspectos desconocidos del pensamiento de los demás y, por tanto, perspectivas inéditas desde las que contemplar la realidad inicialmente cuestionada.

Así pues, el diálogo auténtico se revela en la práctica como un camino de conocimiento que permite descubrir los pensamientos de los demás y profundizar en los nuestros. Pero también parece claro, aunque no siempre se pueda probar científicamente, que este lenguaje compartido, adecuadamente movilizado y bien orientado, tiene el poder de hacer emerger ideas capaces de desvelar realidades «externas» y «verdades» que nos pueden ayudar a comprender mejor el mundo en que vivimos.

De hecho, la capacidad que tiene el diálogo de desvelar los pensamientos, los deseos, y las fantasías de las personas con las que hablamos, pone de manifiesto, de nuevo, una idea que ya hemos mencionado anteriormente. Nos referimos a la importancia de no confundir la realidad con la que trabaja la ciencia con toda la realidad susceptible de ser conocida. Por ejemplo, en la actualidad la neurociencia nos permite ver qué ocurre en el cerebro cuando una persona piensa, y eso es extraordinario y muy útil, pero si un neurocientífico quiere saber, de verdad, que está pensando el sujeto a quien escanea el cerebro no tiene más remedio que hablar con él y confiar en su palabra. Los mapas cerebrales permiten asociar la actividad eléctrica de diferentes áreas del cerebro con determinadas funciones cognitivas, pero ni la actividad eléctrica ni la química hacen visible el contenido concreto de una idea. Del mismo modo, cuando hablo con otras personas, mis palabras son ondas sonoras con significado y, no tengo ninguna duda de que estas ondas cumplen imperturbables las leyes de la física. Ahora bien, lo que no tengo tan claro es que el significado de mis palabras también esté regido por las mismas leyes, especialmente cuando lo que digo hace referencia al futuro.[6]

En todo caso, y para no desviarnos más de la cuenta del argumento central de este ensayo, volveremos a recordar lo que le da sentido, es decir, la convicción de que más allá del ámbito riguroso de la ciencia hay una fértil vía de conocimiento y comprensión que nace de la experiencia del diálogo. Y es esta convicción la que nos anima a insistir en la necesidad de tener siempre muy presente este fecundo camino cuando queramos explorar, recorrer, y movernos por los variados territorios de la educación. Así pues, y, para terminar, diremos que al igual que el descubrimiento de las ondas gravitatorias ofrece una nueva manera de mirar el universo,[7] un buen diálogo también tiene la capacidad de abrir nuestra mente a nuevas maneras de ver a las otras personas y el mundo que nos rodea. Por esta razón, estamos convencidos de que dialogar con otras personas, cuando se hace en el sentido más auténtico de la práctica dialógica, aunque no sea hacer ciencia, tampoco se puede afirmar que sea una manera inútil de perder el tiempo.

 

[1] Las hadas del cerebro.

[2] La realidad de la vida.

[3] “Debemos asumir, para la vida cotidiana, la existencia de la realidad. Pero no es algo que podamos demostrar científicamente. Sería imposible probar que todo lo que somos y consideramos no es una simulación de ordenador. Podríamos ser quizás personajes en un juego de ordenador, o en una novela”. Susana Martínez-Conde, Directora de Laboratorio de Neurociencia Integrativa de Nova York, y coautora del libro, «Los engaños de la mente».

[4] La paradoja de la ciencia es que no puede demostrar científicamente la existencia de la realidad que le permite constituirse como ciencia. Es decir, que el fundamento de la ciencia es una teoría sobre la realidad imposible de demostrar utilizando el método científico. (Ver nota anterior).

[5] «Es evidente que Adán, con toda su ciencia, nunca hubiera sido capaz de demostrar que el curso de la naturaleza ha de continuar siendo uniformemente el mismo, y que el futuro ha de ser conforme al pasado. De lo que es posible nunca puede demostrarse que sea falso; y es posible que el curso de la naturaleza pueda cambiar, puesto que podemos concebir un tal cambio. Más aún, iré más lejos y afirmaré que Adán tampoco podría probar mediante argumento probable alguno, que el futuro haya de ser conforme al pasado.” David Hume, Compendio de un tratado de la naturaleza humana.

[6] La libertad atisbada.

[7] «Las ondas gravitatorias proporcionan una manera totalmente nueva de mirar el universo. La capacidad de detectarlas tiene el potencial de revolucionar la astronomía». Declaraciones de Stephen Hawking a la BBC.

 

© Esther Feliubadaló · www.estherfeliubadalo.cat

 

Libros consultados:

  • Brian, Denis, Einstein. Madrid: Acento, 2005.
  • Bunge, Mario. La ciencia, su método y su filosofía. Editorial Sudamericana, 2014 (EPUB).
  • Gardner, Martin. Los porqués de un escriba filosofo. Barcelona: Tusquets, 1989.
  • Hume, David. Compendio de un tratado de la naturaleza humana. Valencia: Ed. Teorema, 1977.
  • Macknik, Stephen L. i Martínez-Conde, Susana i Blakeslee, Sandra. Los engaños de la mente. Barcelona: Editorial Destino, 2012.