Pensamientos para pensar

Se puede tener la impresión, casi siempre fácil de confirmar, de que sobre cualquier tema que fijemos nuestra atención, tarde o temprano, si dedicamos un poco de esfuerzo, nos acabaremos encontrando con un amplio abanico de ideas brillantísimas formuladas por personas con un talento envidiable y unos conocimientos excepcionales.

A diferencia de otras épocas, ahora vivimos en un mundo en el que el acceso a la información es fácil y rápido, y eso nos permite consultar, de manera inmediata, un extraordinario repertorio de tesis bien argumentadas, teorías convincentes y datos rigurosamente contrastados.

De una manera que dejaría boquiabiertos a nuestros bisabuelos podemos leer, en variados soportes electrónicos, todo tipo de libros o ver, a la carta, conferencias y debates en los que científicos o filósofos prestigiosos exponen sus originales conclusiones sobre problemas antiquísimos, o sobre asuntos que nosotros ni siquiera habíamos empezado a vislumbrar. Se trata, sin duda, de algo maravilloso, realmente admirable, pero esas facilidades también pueden tener, desgraciadamente, consecuencias negativas: una excesiva dependencia respecto del pensamiento ajeno, una inseguridad patológica en lo que se refiere a las ideas propias y, en el peor de los casos, puede conducir a la devastadora y peligrosa renuncia a pensar por uno mismo.

Sin embargo, del mismo modo que nadie puede vivir la vida de otro, tampoco, a pesar de imitaciones acomodaticias y claudicaciones sumisas, se puede prescindir, totalmente, de los propios pensamientos. Dicho con otras palabras, la acción de pensar es privativa de cada persona concreta.

Podemos, eso sí, apropiarnos, con más o menos acierto, de las ideas de otros individuos: recibirlas con entusiasmo, con desconfianza o con respetuosa admiración, pero no hay que olvidar que esas ideas, incluso las más provisionales, son siempre un final de etapa, el fruto, inmaduro o apetitoso, de un proceso vital intransferible y estrictamente personal.

Es decir, las personas tenemos la facultad de asimilar los pensamientos de nuestros congéneres y de adoptarlos como propios, pero la compleja actividad cerebral en la que consiste pensar es ineludiblemente personal, intransferible y sumamente escurridiza.

Por otra parte, los pensamientos no pensados, es decir, las ideas y creencias vigentes, ampliamente compartidas y pocas veces cuestionadas, se manifiestan en nuestras vidas como sólidas certezas y, por ello, a la vez que nos dan seguridad y nos facilitan la rápida realización de los quehaceres cotidianos, tienden a convertir en prescindible, el trabajo, a menudo agotador, de pensar por uno mismo.

Así pues, las ideas y creencias[1] absorbidas en el seno de la sociedad configuran un espeso tejido de interpretaciones, un mundo con sentido, que solo nos empuja a pensar, de verdad, cuando deja de funcionar como esperábamos; cuando ya no nos sirve para dar cuenta de las cosas que pasan y nos pasan.[2] Por esta razón, podemos afirmar que pensar consiste en cuestionarse los pensamientos que nos dejan insatisfechos. Y es esa insatisfacción, esa profunda inquietud, la que convierte en urgente y vital la tarea de buscar nuevas ideas que den una respuesta más satisfactoria a nuestras necesidades.

Vistas las cosas desde esta perspectiva nos damos cuenta de que para empezar a pensar es imprescindible encontrarse en un mundo de pensamientos no pensados, es decir, dentro de un sistema de creencias que, o bien es permeable a la aparición de problemas seductores que nos animan a pensar, o bien se ha convertido en tan esencialmente problemático que, tanto si se quiere como si no se quiere, uno se ve espoleado a pensar para saber a qué atenerse y sentirse, otra vez, seguro.

En las dos situaciones descritas, pensar significa pensar sobre pensamientos o, dicho de otro modo, iniciar un diálogo en el que los pensamientos se vuelven a fluidificar con preguntas que nos abren las puertas a nuevos pensamientos.

En definitiva, pensar es un trabajo personal que se inicia cuando ponemos en cuestión creencias consolidadas o ideas revestidas de autoridad, y se termina cuando, finalmente, dejamos de hacernos preguntas sobre los pensamientos que hemos cosechado a lo largo del camino.

La historia de la cultura nos ofrece una amplia gama de ejemplos que nos permiten ver este proceso en marcha: sólidas creencias que se agrietan sacudidas por preguntas que ya no tienen respuestas creíbles; ideas innovadoras que sustituyen a las viejas creencias y que, con el tiempo, se confunden con la propia realidad; y, finalmente, nuevos problemas de aspecto amenazador que asedian las certezas consolidadas y hacen que, otra vez, se deban buscar, a toda prisa, soluciones convincentes.

Cada etapa de este camino implica un desplazamiento emocional colectivo, una oscilación intensa y desconcertante que, en los momentos más críticos, obliga a vivir de una manera provisional, insegura y grávida de preocupaciones.

Sin duda, la historia del pensamiento es un inquietante océano de interpretaciones en el que los intrépidos navegantes que se esfuerzan por entender el pasado pueden contemplar, asombrados, los convulsos movimientos de las grandes ideas. Sin embargo, no es imprescindible hacer una dramática inmersión en esas aguas procelosas para vivir, de una manera intensa, las emocionantes turbulencias del pensamiento en acción. Por suerte, existen muchos territorios en los que se tiene la oportunidad de experimentar, en directo, el reto y la dificultad de pensar por uno mismo. Y, desde luego, uno de esos ámbitos privilegiados son las exposiciones de arte contemporáneo.

Quién, por ejemplo, no se ha planteado frente a algunas esculturas, pinturas, o instalaciones artísticas preguntas del tipo: ¿qué significa esto? ¿qué quiere decir? ¿qué sentido tiene? ¿Y quién no ha intentado, con una repentina espontaneidad, que habría fascinado al mismísimo Aristóteles, responder esas preguntas?

En este sentido, creo que el arte contemporáneo ofrece una posibilidad realmente fructífera para desarrollar un trabajo educativo de amplio alcance basado en el estímulo a la curiosidad, la formulación de preguntas y la práctica del diálogo.[3]

Como hemos visto hasta ahora, cuando no sabemos a qué atenernos respecto a algo y notamos que el desconcierto se manifiesta espontáneamente, es cuando, de verdad, estamos cerca de empezar a pensar. Pero, a menudo, con la misma agilidad que un mago oculta los objetos bajo una tela sutil, nosotros cubrimos lo que nos inquieta con juicios rápidos y respuestas de manual que, desgraciadamente, tienden a apagar cualquier chispa de pensamiento.

En este sentido, cuestionar creencias, poner en duda prejuicios es, en cierto modo, como retirar del interior del cerebro un velo que impide respirar al pensamiento. Y también podríamos decir, evocando ahora el latido etimológico de la antigua alétheia griega, que las buenas preguntas sirven para descorrer oscuras cortinas.

De todos modos, tampoco conviene olvidar que cuando la brillante luz del sol impacta directamente en nuestros ojos nos deslumbra y nos impide ver lo que nos rodea. Dicho de otro modo, si los velos ocultan, la luz intensa, ciega y, por esta razón, nuestros sentidos suelen actuar como poderosos filtros que tamizan la realidad y la preparan para ser rápidamente procesada por las redes neuronales. Así es como, finalmente, el cerebro puede crear interpretaciones de la realidad destinadas a alcanzar un objetivo prioritario: mantenernos vivos. No se trata, pues, de un mero capricho intelectual, sino de una necesidad vital, porque sin una comprensión eficiente de la realidad, la vida personal y la supervivencia colectiva corren un serio peligro.

Los seres humanos hemos intentado, desde tiempo inmemorial, tejer teorías que nos ayudaran a ver más claramente el mundo porque en ese envite nos jugábamos la vida. Por este motivo, hay que entender la búsqueda de la verdad no como un entretenimiento para pensadores ociosos, sino como una necesidad intrínseca a la propia vida.

Sin interpretaciones ajustadas a la realidad, es decir, verdaderas, las probabilidades de supervivencia se reducen drásticamente. Comprender de manera adecuada la realidad es, pues, una condición imprescindible para poder actuar con éxito sobre ella y, en consecuencia, vivir más tiempo y en mejores condiciones. Es decir, necesitamos la verdad para tener la posibilidad de vivir y de hacer factible una auténtica vida humana.[4]

En efecto, las interpretaciones heredadas nos facilitan la vida y nos ahorran un montón de preocupaciones, pero, como hemos intentado poner de manifiesto, esa red de seguridad tiende a aniquilar las ganas de pensar por uno mismo, y la desidia mental puede convertirnos, fácilmente, en sumisos acólitos de los pensamientos ajenos.

La tentación es fuerte y más aún cuando comprobamos que la aventura del pensamiento es siempre incierta y requiere un gran esfuerzo personal. Ahora bien, no hay que olvidar que la única manera de liberarnos de servidumbres alienantes, ideas gastadas, o creencias obsoletas, es poniéndolas en cuestión para, a continuación, movilizar nuestro propio pensamiento en busca de alternativas más auténticas. Así pues, pensar significa arriesgarse, vivir en precario y con seguridad no garantizada, pero copiar los pensamientos de otros, y renunciar a reflexionar por nuestra cuenta, nos convierte en prisioneros voluntarios de la comodidad y reduce el horizonte de verdad y libertad que nos podemos otorgar a nosotros mismos.

 

[1] Aquí tengo presentes las inspiradores aportaciones de Ortega y Gasset. Ver, Ortega y Gasset, José. Ideas y creencias.

[2] También nos podemos, voluntariamente, cuestionar las ideas y creencias vigentes, pero la obligación, en el sentido más estrictamente vital, sólo la experimentamos cuando el tejido de ideas y creencias en que vivimos se rasga y, realmente, nos sentimos totalmente perdidos y sin saber a qué atenernos.

[3] Reflexiones alrededor de una silla.

[4] Las hadas del cerebro.

 

© Fotografía José A. Montes (Josep Montes)

Libros consultados:

  • Daniel Kahneman. Pensar rápido, pensar despacio. Barcelona: Ed. Debate, 2013.
  • Ortega y Gasset, José. Ideas y creencias. En: Obras completas: vol. V (6ª ed.). Madrid: Revista de Occidente, 1964.
  • Ortega y Gasset, José. En torno a Galileo. En: Obras completas: vol. V (6ª ed.). Madrid: Revista de Occidente, 1964.