Prejuicios en danza

Arthur Conan Doyle creía en las hadas y en la existencia de los espíritus, pero Baruch Spinoza no creía ni en una cosa, ni en la otra. En una carta fechada el 14 de septiembre de 1674 en Gorinchem, Hugo Boxel, doctor en derecho, le preguntó directamente cuál era su opinión sobre los espectros.

El filósofo, y paciente pulidor de lentes, le respondió, con amabilidad y una pizca de ironía, que consideraba los espectros un producto de la imaginación, una fantasía poco razonable. También le decía que los relatos de fantasmas, a los que Boxel otorgaba una gran importancia, le parecían una manifestación particularmente clara de la tendencia de los hombres a explicar las cosas no como son realmente, sino como les gustaría que fueran.

Así pues, en las historias de fantasmas, Baruch Spinoza no veía ni un testimonio fiel de hechos indiscutibles ni, por consiguiente, una prueba seria de la existencia de los espectros. Más bien, le parecían una evidente confirmación de la disposición natural de los seres humanos a ver en las cosas un reflejo de sus deseos.

De hecho, cuatro años antes de haber respondido la primera carta de Hugo Boxel, Spinoza había publicado en la ciudad de Ámsterdam un libro titulado, Tractatus Theologico-politicus, en el que se puede leer:

“Es sumamente raro que los hombres cuenten una cosa simplemente como ha sucedido, sin mezclar al relato nada de su propio juicio. Más aún, cuando ven u oyen algo nuevo, si no tienen sumo cuidado con sus opiniones previas, estarán, las más de las veces, tan condicionados por ellas, que percibirán algo absolutamente distinto de lo que ven u oyen que ha sucedido.”

Después de leer estas líneas no creo que haya ningún tipo de duda sobre cuál hubiera sido la opinión de Spinoza sobre los escritos de Arthur Conan Doyle a propósito de las hadas de Cottingley. Incluso, si ahora dejáramos volar la fantasía unos segundos, podríamos imaginar, sin mucho esfuerzo, un breve y ameno diálogo entre el creador de Sherlock Holmes y el razonable autor de la Ética demostrada según el orden geométrico. Una conversación, no hace falta insistir, condenada desde el principio al fracaso más estrepitoso.

Por esta razón, creo que puede ser más práctico y revelador dejar a un lado este diálogo imposible, y comparar las palabras de Baruch Spinoza con los resultados de algunos trabajos de investigación realizados en las últimas décadas en los ámbitos de la psicología y la neurociencia. Y, puedo adelantar que los resultados de esos estudios no solo confirman las afirmaciones del filósofo, anteriormente citadas, sino que ponen claramente de manifiesto que, de manera habitual, nuestra relación con el mundo se ve condicionada tanto por las expectativas creadas, como por todo tipo de circunstancias imprevisibles; meteorológicas, sociales, corporales… Y no se debe olvidar que, más allá de las influencias fortuitas, hay siempre un denso tejido de creencias que, de manera permanente, define los límites y las posibilidades de nuestra comprensión del mundo.

El cerebro humano, como hemos mencionado en otras páginas de este blog, no es un espejo que se limita a reflejar la realidad,[1] es un órgano complejísimo que interactúa continuamente con el mundo que le rodea y con el cuerpo al que pertenece. Y, sin duda, la actividad primaria de este órgano es, en palabras de Antonio Damasio, «ayudar a la regulación de los procesos vitales del organismo… y a una supervivencia con bienestar».[2]

Así pues, la prioridad del cerebro es mantenernos vivos y, si es posible, tranquilos y satisfechos. Y eso, entre otras cosas, implica hacer todo lo posible para evitar la incertidumbre, las tinieblas inquietantes de la ambigüedad, o el malestar que nos provoca no saber a qué atenernos.

David DiSalvo lo dice de una manera muy contundente:

“El cerebro vive a base de su dieta preferida, que se basa en la estabilidad, la certeza y la consistencia; y percibe lo impredecible, lo incierto y lo inestable como amenazas a su supervivencia que, de hecho, es la nuestra”.[3]

Por esa razón, cuando la incertidumbre nos empieza a angustiar como una sombra difusa en una noche de luna llena, el cerebro se precipita sobre la realidad con la misma rapidez que una fiera hambrienta y, de manera casi automática, hace un juicio rápido o da una respuesta inmediata destinada a apaciguar nuestra inquietud. Pero tenemos que ir con mucho cuidado, porque esos juicios espontáneos, construidos a partir de primeras impresiones y de asociaciones superficiales, una vez se han formulado tienden a petrificarse y dejan poco margen de maniobra para la rectificación.

Es decir, los juicios espontáneos, y las opiniones automáticas, son una manera de responder a situaciones que despiertan desazón; una medida, casi instintiva, contra el malestar y la parálisis que nos provoca no saber qué hacer; cómo actuar cuando algo no está claro, o es del todo imprevisible.

Sin embargo, este impulso natural, que nos lleva a formular opiniones y juicios rápidos, condiciona de manera notable nuestra relación con la realidad porque, normalmente, suele estar acompañado de una tozuda tendencia a no querer corregir nuestras opiniones iniciales, aunque las pruebas en contra sean contundentes.

Los hechos ponen de manifiesto, que una vez hemos formulado un juicio tendemos a descartar, sin prácticamente darnos cuenta, los datos contrarios, y únicamente solemos prestar una cordial atención a aquellos hechos que refuerzan nuestro punto de vista original. Se trata de una manera de actuar que nos da seguridad y una agradable sensación de confianza, pero también, como todos sabemos, nos mete en numerosos líos y problemas.

Podríamos decir, que la mente hace juicios con la misma facilidad que, en una situación de peligro, estimula la producción de adrenalina. Y, probablemente, en los dos casos esa actividad responde a un patrón evolutivo muy útil en contextos en los que tenemos la necesidad vital de no quedarnos bloqueados y, por lo tanto, la obligación ineludible de ser capaces de reaccionar de inmediato.

No hay duda de que salir corriendo como un gamo después de escuchar el crujido de una rama puede dejar muy sorprendido al ratón inofensivo y rollizo que ha provocado el ruido, pero no es menos cierto que nos puede salvar la vida si los que se esconden en la niebla son unos lobos hambrientos. En cualquier caso, quedarse parado y meditabundo en un claro del bosque el tiempo necesario para saber si se trata de un ratón o de una manada de lobos no parece la mejor opción para la supervivencia.[4]

Así pues, tenemos una predilección natural por las respuestas rápidas, y la formulación de juicios instantáneos, y eso, que era muy necesario para nuestros antepasados, nos puede provocar, en la actualidad, una gran cantidad de inconvenientes y numerosos problemas.

La buena noticia es que el cerebro tiene una plasticidad notable y ser conscientes de cómo funciona, y de cómo le gusta actuar, nos permite desarrollar variadas estrategias para educarlo y controlar, en parte, esas reacciones espontáneas. Es decir, el mismo cerebro que nos arrastra por los caminos de los prejuicios y las falsas creencias, también tiene la capacidad de cambiarse a sí mismo.[5] Por este motivo, la educación, entendida en un sentido muy amplio, es tan fundamental y, claramente, imprescindible.

Recordemos de nuevo,[6] y a título de ejemplo, la experiencia de Wassily Kandinsky cuando vio, por primera vez, un cuadro de Monet. La pintura del artista francés presentaba un almiar de heno que el joven Kandinsky no supo reconocer en un primer momento y, eso, le provocó un intenso malestar que dio pie a la inmediata manifestación de un juicio negativo: «pensaba que el artista no tenía derecho a pintar de manera tan poco clara «.

Sin embargo, con el tiempo, Kandinsky fue capaz de cambiar su punto de vista inicial, lo que supuso la apertura de un nuevo camino en el mundo del arte. Es decir, la misma persona que se había enfurecido con Monet por no pintar con claridad, dos décadas más tarde contribuyó, de manera decisiva, a hacer de la pintura abstracta un nuevo horizonte artístico. ¿Qué pasó entre esos dos momentos? Diremos, sin entrar ahora en detalles, que Kandinsky educó su mirada y amplió su horizonte de comprensión.

Así pues, no hay duda de que podemos cambiar nuestro cerebro para contrarrestar, al menos en parte, su tendencia natural a formular juicios de urgencia que nos impiden pensar con claridad. Se trata, básicamente, de poner en juego tres ingredientes muy útiles, – motivación, atención y reflexión -, al servicio de un objetivo encomiable: conseguir apaciguar el ímpetu de los prejuicios para así ser más justos en nuestra relación con las otras personas y con la realidad que nos rodea.

 

[1] La ciencia en la mente.

[2] Damasio, Antonio R. Y el cerebro creó al hombre: ¿cómo pudo el cerebro generar emociones, sentimientos, ideas y el yo.

[3] DiSalvo, David. Qué hace feliz a tu cerebro y porqué deberías hacer lo contrario.

[4] Aquí podríamos recordar la fábula de Tomás de Iriarte sobre los dos conejos que discutían sobre si los perros que los perseguían eran “galgos o podencos”.

[5] Los datos en este sentido son impresionantes. Por poner sólo un ejemplo: Skeide, Michel A. [et al.]. «Learning to read alters cortico-subcortical cross-talk in the visual system of illiterates». Sciences Advances [en línia]. Washington: American Association for the Advancement of Science. Núm. 3 (may 2017), p. 1-7. ISSN: 2375-2548.

[6] Kandinsky en teoría.

 

© Esther Feliubadaló · www.estherfeliubadalo.cat

Libros consultados:

  • Damasio, Antonio R. En busca de Spinoza: neurobiología de la emoción y los sentimientos. Barcelona: Crítica, 2007.
  • Damasio, Antonio R. Y el cerebro creó al hombre: ¿cómo pudo el cerebro generar emociones, sentimientos, ideas y el yo. Barcelona: Destino, 2010.
  • DiSalvo, David. Qué hace feliz a tu cerebro y porqué deberías hacer lo contrario. Madrid, [etc.]: Edaf, 2013.
  • Gazzaniga, Michael S. ¿Quién manda aquí? Barcelona: Paidós, 2012.
  • Konnikoba, Maria. ¿Cómo pensar como Sherlock Holmes? Barcelona: Paidós, 2103.
  • Ramachandran, V.S. Lo que el cerebro nos dice. Barcelona: Paidós, 2012.
  • Spinoza, Baruch. Tratado teológico-político. Barcelona: Alianza, 2003.