Mis encuentros con Gilgamesh (1)

— Gilgamesh en la biblioteca —

Mi primer encuentro con Gilgamesh se produjo hace muchos años en la biblioteca pública de Granollers. Yo era por aquel entonces un adolescente que frecuentaba los reinos del asombro con la misma diligencia con la que otros intentaban desafiar la gravedad en una popular discoteca del centro de la ciudad.

Bailar es, sin duda, una manera irrefutable de hacer visibles las fronteras de la inmovilidad, pero si a lo que uno aspira es a explorar los límites del mundo, entonces no tiene más remedio que abrir los portones del asombro y colarse de rondón en sus intangibles dominios. Solo así se tiene la oportunidad de intuir una verdad conmovedora y fundamental, a saber, que todo, incluso lo más familiar, es en última instancia un auténtico misterio.

Bajo la luz del asombro no hay nada que parezca sólido y fiable; todo tiene un aire inquietante y sobrecogedor, apasionante y vertiginoso. Y eso, precisamente, era lo que yo buscaba cada vez que atravesaba, con mucho sigilo, el mágico umbral de aquella biblioteca.

Recuerdo que la sala de lectura era amplia, y en su interior el aire olía a papel antiguo y piedra húmeda. El silencio tenía casi siempre una consistencia cristalina y parecía flotar, como una nube blanca, sobre las mesas pesadas, las anchas sillas y las oscuras estanterías de roble. En las tardes de invierno la cálida luz de las lámparas creaba pequeñas islas de claridad alrededor de los lectores, y las sombras de sus manos se posaban sobre las hojas de los libros como si fueran pájaros cansados. A pocos metros, las librerías se alzaban sobre el suelo como árboles cargados de frutos tentadores. Su presencia era tan atrayente, que muchas veces, sin venir a cuento, me levantaba de la silla, me acercaba a alguna de ellas y durante un buen rato me dedicaba a mirar embelesado los volúmenes alineados sobre las baldas.  ¡Cuántos sueños y promesas! ¡Cuántos mundos al alcance de los ojos!

Un día, mientras vagabundeaba por la sala, descubrí en uno de aquellos vetustos anaqueles La antorcha al oído de Elías Canetti. El título me pareció, desde el primer momento desconcertante, y fui incapaz de resistir la tentación de ojear el libro. Primero eché un vistazo a la contraportada y luego miré con calma el índice; allí fue donde me topé, por primera vez, con Gilgamesh. De inmediato regresé a mi mesa y empecé a leer:

«Luego viene su expedición contra la muerte, su peregrinación por las tinieblas de la Montaña Celestial y por las Aguas de la Muerte hasta que encuentra a su antepasado Utanapishtim, salvado del diluvio, a quien los dioses concedieron la inmortalidad. Por él quiere saber cómo se llega a la vida eterna. Es cierto que Gilgamesh fracasa y también muere, pero esto no hace, sino que sintamos más intensamente la necesidad de su expedición… Pues no se trata de repetir como un loro que, hasta la fecha, todos los hombres han muerto, sino solo de decidir si uno se resigna a aceptar dócilmente la muerte o se rebela contra ella».

Aquella misma tarde, espoleado por las palabras de Elías Canetti, tomé una decisión irrevocable: nunca dejaría de cultivar el asombro ante la vida ni de rebelarme contra la muerte.

 

MIS ENCUENTROS CON GILGAMESH*

 

Gilgamesh en la universidad (2)

Gilgamesh en el museo (3)

 

*Los tres artículos de la serie Mis encuentros con Gilgamesh tienen su origen en el último capítulo del libro:

La realidad recreada.