La realidad en colores

Los resultados de numerosas investigaciones psicológicas y neurológicas ponen de manifiesto, de una manera rigurosa y convincente, que entre el cerebro y el mundo que lo rodea hay una compleja interacción creativa. Un camino «ascendente» en que fragmentos de realidad viajan hacia el cerebro convertidos en señales eléctricas y químicas que, adecuadamente procesadas, dan lugar a imágenes mentales cargadas de significado. Pero esas visiones mentales, no hay que olvidarlo, no son un reflejo puro del mundo exterior, ya que el cerebro no es, ni ha sido nunca, un espejo impoluto situado frente a la realidad, sino un órgano muy activo al servicio de una misión extraordinariamente delicada: mantenernos vivos, y facilitar nuestra supervivencia en condiciones óptimas.

Así pues, los intensos colores de las pinturas de Van Gogh o las tonalidades emotivas de algunas pinceladas de Kandinsky no existen más allá de nuestra mente; son el asombroso resultado del encuentro de las ondas electromagnéticas, que captan y filtran nuestros ojos, con un cerebro capaz de convertirlas en una gama cromática fascinante.

Es decir, los colores, tal como nosotros los vemos, son una singular manera de percibir la realidad; una rara posibilidad, que solo se puede hacer efectiva cuando determinadas ondas de luz se encuentran con unos ojos y un cerebro capaces de interpretarlas. Y, por lo que sabemos, es la semejanza entre los diferentes órganos implicados en este proceso la que nos permite, a pesar de ser cada persona única, ver «los mismos colores» y compartir, sin muchas dificultades, esa maravillosa experiencia mental.

Por lo tanto, los colores, tal como nosotros los vemos, no son una característica intrínseca de los objetos en general, ni de los cuadros colgados en las salas de los museos en particular, sino el resultado de la rápida interpretación que el cerebro hace de las ondas de luz que le llegan desde el mundo exterior. Por esta razón, resulta lícito afirmar que los colores solo pueden existir cuando se dan unas condiciones muy excepcionales. Es decir, cuando se produce el encuentro de la luz con unos ojos y un cerebro capacitados para crear el variado espectro de colores en el que vivimos.[1]

En consecuencia, sin seres humanos con sentidos y con plena conciencia de los contenidos de sus mentes, no podríamos hablar, con propiedad, de una realidad en colores. Ahora bien, hay que tener muy presente que, sin un mundo exterior independiente de nosotros, tampoco podríamos hacer reales los colores que habitan nuestra mente. Así pues, sólo esa peculiar y misteriosa conexión entre el cerebro y el mundo permite la existencia, temporal e inestable, de los colores.

Por otra parte, las cuidadosas investigaciones realizadas en numerosos laboratorios han permitido comprobar que la actividad creativa del cerebro no se limita a teñir la realidad con un amplio espectro de colores, sino que actúa de formas muy variadas y en todos los sentidos. Se trata, sin duda, de descubrimientos notables y estimulantes, que invitan a reflexionar con calma sobre algunos temas directamente relacionados con el arte, su sentido, y su verdadera naturaleza.

Si, como ahora sabemos, los colores no son una característica intrínseca de los objetos, sino una manera de manifestarse la realidad en la fértil pantalla de la mente, entonces, tendremos que reconocer que las pinturas que despiertan nuestra admiración no tienen mucho sentido, ni pueden entenderse adecuadamente, al margen de un observador capaz de recrear sus formas y sus colores, y darles significado y valor.

Por lo tanto, tendremos que asumir que una obra de arte sólo alcanza una realidad plena en el marco de un proceso de participación con alguien capaz de aprehenderla y dialogar con ella de manera directa y personal.

Así pues, estamos en condiciones de poder afirmar, con convicción, que las obras de arte son sofisticados productos culturales que nunca agotan su significado en la mera descripción de lo percibido. Es evidente, que la percepción sensorial es un paso imprescindible en el camino de la comprensión, pero no hay que olvidar que la experiencia del sentido, como la visión de los colores, requiere el procesamiento activo del mundo exterior. Es decir, la elaboración efectiva de interpretaciones adecuadas.

El sentido, si se me permite el juego de palabras, no se alimenta únicamente de los sentidos. En efecto, aunque la verdadera relación con una obra de arte comienza siempre con la observación atenta, hay que tener presente que, de una manera casi simultánea, los recuerdos de otras imágenes, los conocimientos sobre el tema, las experiencias vividas anteriormente… se alían para crear un tejido de conexiones significativas que iluminan, con una nueva luz, la obra contemplada. Es, por tanto, esa relación activa de un espectador concreto, con unas obras concretas, la que posibilita y da lugar a una variedad muy notable de interpretaciones y experiencias que, además, pueden ir cambiando con el curso del tiempo.

En efecto, aquella pintura que nos sorprendió y desconcertó cuando la vimos por primera vez, resulta que unos meses más tarde nos hace disfrutar intensamente porque hemos descubierto más cosas sobre ella y sobre el artista que la creó; la escultura de intensos colores que cuando hemos entrado en la sala de exposiciones nos ha llamado la atención, de repente, nos hace evocar un recuerdo personal que de manera imprevista nos emociona; unos metros más allá un cuadro, de armoniosa composición, nos recuerda una maravillosa pintura clásica que vimos hace años en otro museo y eso nos provoca un agradable sensación.[2]

No hay duda de que las posibilidades de relación con las obras de arte son extraordinariamente variadas y fructíferas y, es evidente, que los conocimientos, las experiencias, los recuerdos y la memoria emocional juegan un papel muy destacado en nuestra interacción con ellas.

El cerebro humano tiene una capacidad extraordinaria para aglutinar y conectar ingredientes muy diversos, con los que crea constelaciones de sentido que nos permiten vivir la fascinante experiencia de la comprensión. Por esta razón, la educación no sólo es imprescindible como correa de transmisión de conocimientos, valores culturales y pautas de actuación social que delimitan un terreno de juego seguro y confortable, sino que puede contribuir, activamente, a desarrollar nuevas lecturas e interpretaciones de la realidad.

Podríamos decir, que la educación es una especie de Jano bifronte que con los ojos de su rostro más conservador mira atento hacia el pasado, y con la otra cara, la más juvenil y de ojos inquietos, mira hacia un futuro cargado de incertidumbre, pero repleto de oportunidades y abierto a nuevos descubrimientos.

En este contexto, resulta oportuno recordar que las raíces latinas de la palabra educación nos remiten a educare: «criar, alimentar» y a educere: «guiar, conducir fuera». Así pues, sin tener que forzar mucho las interpretaciones etimológicas, podemos afirmar que educar es dar información, herramientas y recursos para que cada uno pueda hacer su propio camino. Es decir, el buen educador no adoctrina ni adiestra, sino que alimenta y guía intelectualmente a las otras personas para que puedan dar lo mejor de sí mismas. En otras palabras, las ayuda a descubrir nuevos horizontes de conocimiento sobre el mundo y sobre sus propias posibilidades.

En resumen, si bien es cierto que las obras de arte, en su dimensión empírica, existen en el mundo, lo que se las da verdadero sentido no es la mera presencia física ni, tampoco, una idea platónica ajena a nuestra realidad. Como hemos intentado poner de manifiesto, es preciso que se produzca una peculiar interacción creativa entre el cerebro y la obra contemplada para que emerja, en nuestra mente, el campo de sentido que otorga realidad plena a las obras de arte. En otras palabras, sin la realidad del significado y la realidad del valor es imposible cruzar la frontera que da acceso a la experiencia estética. El sentido del arte no está en la pura dimensión material de las obras, sino en la maravillosa y misteriosa relación que las personas podemos establecer con ellas.

[1] La realidad de la vida.

[2] Pintar la felicidad.

 

© Esther Feliubadaló · www.estherfeliubadalo.cat

Libros consultados:

  • Blakemore, Sarah-Jayne, Frith, Uta. Cómo aprende el cerebro. las claves para la educación. Barcelona: Ariel, 2007.
  • Eric R. Kandel. La Era del inconsciente. Ed. Paidós, 2013.
  • Gombrich, E.H. Historia del Arte. Madrid: Debate – Círculo de Lectores, 1997.
  • S. Ramachandran. Lo que el cerebro nos dice. Ed. Paidós, 2012.