Pintar la felicidad

La amistad y el diálogo son dos poderosos aliados del pensamiento. Quien dialoga con amigos está siempre dispuesto a levar anclas y navegar por mares desconocidos. Es decir, está dispuesto a emprender la aventura de explorar otras maneras de pensar. Por esta razón, las sorpresas y los sobresaltos son continuos, y los interrogantes se suman con cada nueva idea. Hay momentos en los que uno tiene la impresión de estar viajando por un territorio desconocido en el que lo inesperado se puede hacer visible en cualquier recodo del camino.

Dialogar con amigos es una experiencia fascinante, misteriosa, y extraordinariamente estimulante. En cierto modo el diálogo, como el jazz, es improvisación con sentido. Quiero decir, que en las sesiones de jazz las diferentes notas acaban, finalmente, formando parte de un sistema de relaciones musicales armonioso y, lo mismo podemos observar en las conversaciones logradas y los diálogos que llegan a buen puerto. Así pues, el diálogo no es nunca una suma de monólogos compartidos, sino un proceso interactivo, maleable, dinámico, e imprevisible, en el que cada participante tiene en cuenta los pensamientos y las emociones de los otros interlocutores. Por esta razón, la libertad que se hace visible en el diálogo es una libertad condicionada, dependiente, y generosa.

En efecto, la experiencia del diálogo nos enseña una verdad profundamente humana: nos muestra que una vida orientada al desarrollo de nuestro potencial como personas no puede prescindir nunca de la relación afectiva con los demás.

En este sentido, resulta oportuno rememorar la trágica historia que nos cuenta Salimbene di Adam en su crónica. En uno de los capítulos de este peculiar libro sobre la vida política y religiosa del siglo XIII, Salimbene explica el cruel experimento que Federico II de Hohenstaufen llevó a cabo con el objetivo de averiguar cuál era la lengua primigenia de la humanidad. Es decir, aquella que hablarían los niños de manera espontánea si nadie les enseñara ningún idioma.

El caso es que el emperador ordenó que unas nodrizas alimentaran y se hicieran cargo de las necesidades físicas de varias criaturas, pero con la prohibición expresa y categórica de que en ningún caso podían hablar entre ellas delante de los niños y, menos aún, dirigirse a ellos utilizando cualquier tipo de expresión verbal. El resultado imprevisto de este trágico experimento fue que todos los niños murieron. Salimbene escribe: «no pudieron vivir sin los halagos, los gestos, las caras alegres y las cariñosas palabras de sus madres».[1]

No cuesta mucho imaginar la mortal desolación de estos niños rodeados de una frialdad emocional casi absoluta, y sometidos, día tras día, a un régimen de vida sin palabras ni ninguna manifestación de afecto. En estas condiciones, como ahora sabemos,[2] los niños, si finalmente consiguen sobrevivir, sufren severas secuelas psicológicas.

No hay duda de que el caso al que acabamos de hacer referencia es extremo y, afortunadamente, excepcional. Ahora bien, conviene tenerlo muy presente porque nos ayuda a entender que, en el horizonte de las necesidades humanas, las relaciones afectivas son tan importantes como los alimentos. Y, precisamente, por esta razón, comer y hablar con las personas que de verdad estimamos es una verdadera celebración de la vida y un saludable estímulo vital para todo el cuerpo.

Recuerdo ahora una pintura que refleja muy bien esta mágica conjunción de ingredientes. Se trata de un conocido cuadro de August Renoir que se encuentra en Washington DC y forma parte de la Phillips Collection, «El almuerzo de los remeros».

En la pintura de Renoir podemos ver un grupo de amigos que hablan de manera animada y disfrutan de una sobremesa distendida. No hay que hacer un gran esfuerzo de imaginación para sentir el alegre murmullo de sus voces, notar la brisa suave que mueve el toldo a rayas, o percibir el calor amable del sol. Al fondo, árboles, el río Sena, barcas, un puente… Todo lo que vemos da contenido a una experiencia inspiradora que, de alguna manera, ilumina, con cada pincelada de color, el sentido de la vida.

Para mí, esta pintura es un manifiesto visual de la alegría de vivir. En ella podemos encontrar perfectamente incardinados, en una composición hipnótica, tres niveles de realidad muy diferentes: en primer lugar vemos las personas; Gustave Caillebotte, Aline Charigot, Paul Lhote, Eugène-Pierre Lestringuez, Raoul Barbier, Ellen Andrée…, en segundo lugar percibimos las relaciones que hay entre ellas: quién habla con quién, quién mira a quién, quién está pendiente de quién, y, en tercer lugar, contemplamos la realidad que los rodea: un paisaje acogedor y refrescante.

En este marco sugerente, las relaciones entre los personajes permiten imaginar líneas invisibles con las que dibujar un planisferio de constelaciones afectivas tan fecundo como personal y fluido.

Podemos, por ejemplo, conectar la mirada del periodista italiano Maggiolo con el rostro de la actriz Angèle y fijarnos en la proximidad de sus manos sobre la silla. También podemos pasear nuestros ojos entre Raoul Barbier y la joven Alphonsine Fournaise que, apoyada sobre la barandilla, le escucha con atención. O, si nos apetece, podemos fijarnos en Paul Lothe, Jeanne Samary y Eugène-Pierre Lestringuez, e imaginar la chispeante conversación que mantienen entre ellos.

No hay duda de que las conexiones entre lo que vemos y lo que la pintura nos invita a imaginar son extraordinariamente variadas. Pero, más allá de cualquier interpretación particular, más o menos fantasiosa, esta pintura nos ayuda a comprender que las verdades del arte únicamente existen dentro de los campos de sentido que les otorga una vida humana.

Es decir, el arte no es una cualidad intrínseca que poseen determinados objetos o procesos creativos, sino el fruto de la relación que se establece entre las obras concretas y los espectadores que las acogen en sus vidas, y se las dan un significado determinado.[3]

Por esta razón, las verdades del arte son, al mismo tiempo, personales, sociales, históricas y abiertas. Quiero decir, que las interpretaciones de las obras de arte se pueden renovar y vivificar con cada nuevo espectador decidido a dialogar sinceramente con ellas, pero cada interpretación tendrá, necesariamente, los límites y las posibilidades que fije el contexto histórico, social, y lingüístico en que se mueva nuestra mirada.

Gombrich afirmaba que, «El Arte en realidad no existe. Tan solo hay artistas». Yo estoy de acuerdo, pero también me parece oportuno hacer notar que, el arte, como la ciencia o la filosofía, es una de las maneras posibles que tenemos las personas de mirar la realidad. Es decir, los artistas con sus obras nos invitan a renovar nuestra relación con el mundo y nos ayudan a hacerla más abierta, más crítica, más franca, y, finalmente, más arriesgada. Pero volvamos a Renoir.

Hace algunos años tuve la oportunidad de ver en el Museo de Orsay el famoso lienzo de Renoir, Baile en el Moulin de la Galette. Recuerdo que estaba un poco cansado después de haber pasado unas cuantas horas paseando por París. Había comido en un pequeño restaurante de la rue de la Bûcherie muy ruidoso y estaba un poco mareado. Lloviznaba. Al entrar en el Museo decidí tomármelo con calma y deambular al azar. Así es como, de manera repentina, descubrí en una sala del piso superior la extraordinaria pintura de Renoir. Sin pensarlo dos veces me senté en un banco que había junto al cuadro y dejé que mis ojos se moviéran por la tela como perros curiosos.

Cuando ahora lo pienso, me doy cuenta de que aquel maravilloso lienzo colgado en la pared era, como el resto de las pinturas y esculturas del Museo, un objeto inmóvil: materia silenciosa y estática. Pero también puedo asegurar que mientras estaba allí sentado podía ver y sentir el movimiento de las parejas que bailaban, escuchar el murmullo de sus voces, y percibir la música festiva. La pintura estaba llena de viva y, en ella, las personas se movían, hablaban, se abrazaban, y disfrutaban del momento.

Aquí, como en «El almuerzo de los remeros», uno podía descubrir algunos de los ingredientes que nos permiten experimentar una felicidad transitoria pero real; salud, buena compañía y un entorno estimulante.

Lo curioso es que, si por un momento dejamos de lado estas pinturas de Renoir, y nos acercamos al mundo de la ciencia, nos encontraremos con una grata sorpresa. En efecto, las rigurosas investigaciones de algunos científicos ponen de manifiesto que la felicidad es una vivencia que está íntimamente vinculada al bienestar corporal, unas relaciones personales satisfactorias, y un contexto propicio. Y, precisamente, es eso lo que podemos ver en los dos cuadros que acabamos de comentar; en ellos nos encontramos con personas de aspecto saludable que se relacionan entre ellas: hablan, bailan, se tocan, escuchan música, ríen… en un marco acogedor y festivo.

Daniel Gilbert profesor de psicología de la Universidad de Harvard lo explica con buen humor: “Si me dijeran que permaneciera a la pata coja diciendo qué nos hace felices en la vida, solo diría “otras personas” antes de caerme al suelo».[4]

Y el psiquiatra Robert Waldinger, director del Harvard Study of Adult Development, también afirma sin ningún titubeo: «Bueno, las lecciones no tienen que ver con riqueza, fama, ni con trabajar mucho. El mensaje más claro de estos 75 años de estudio es el siguiente: Las buenas relaciones nos hacen más felices y más saludables. Punto «.

Así pues, parece claro que, en el bienestar personal, siempre frágil y fugaz, juega un papel primordial el tipo de relaciones que mantenemos con las otras personas. Y esta constatación nos lleva nuevamente a fijar nuestra atención sobre la experiencia del diálogo y sobre su potencial para convertirse en un proceso de comunicación capaz de ayudarnos a ser más felices y, también, mejores personas.

En otros ensayos de este blog[5] he intentado poner de manifiesto que el diálogo puede ser un camino de conocimiento; un medio ideal para descubrir nuevas maneras de mirar la realidad y compartir la aventura del pensamiento con aquellos con los que hablamos. También he intentado mostrar, con diferentes argumentos, que el método científico y el diálogo son dos vías de conocimiento complementarias, cada una de ellas con sus límites y sus posibilidades.

A lo largo de los años he tenido la oportunidad de comprobar, ampliamente, que la mejor manera de saber cómo ven el mundo las otras personas es hablando con ellas. Pero también he podido constatar que cuando éste hablar se convierte en un verdadero diálogo, es decir, cuando las explicaciones dan paso a un intercambio fluido de ideas y argumentos, no sólo descubrimos el contenido de los pensamientos de los otros interlocutores, sino que nos acercamos a la realidad esencial y dinámica de la propia acción de pensar. Quiero decir, que en el diálogo auténtico las palabras van iluminando las cuestiones tratadas desde diferentes ángulos, y, cada nueva perspectiva es el fértil resultado de movilizar el pensamiento en la dirección del sentido.

Pensar es, pues, un proceso de creación; la esforzada construcción de una red de conexiones lingüísticas que nos permiten vivir y compartir la experiencia de la comprensión. Por esta razón el diálogo es siempre una aventura de final imprevisible, ya que cada nueva intervención de quienes participan en él puede ser el punto de partida de inesperadas y fructíferas conexiones. De hecho, de lo único que podemos estar seguros cuando se inicia un buen diálogo es de que, al final, el horizonte de comprensión de todos los implicados se habrá ensanchado un poco más.

Ahora bien, para que esto sea posible el diálogo debe estar basado en el respeto mutuo. Es decir, quien dialoga debe dar razón de sus ideas y debe escuchar activamente, y de manera respetuosa, las opiniones y los argumentos de sus interlocutores. Sin este requisito el diálogo naufraga y se convierte en un mero monólogo egocéntrico.

No hay un verdadero diálogo sin interés por las otras personas y sus ideas, porque todo diálogo, en última instancia, se nutre tanto de pensamientos como de emociones.

En este sentido, el diálogo, además de ser un método de conocimiento, es una forma de relación generosa con los demás. Es decir, el diálogo es siempre un espacio de comunicación en el que se hace transparente un nivel de contenido y un nivel de relación.

En efecto, cuando hablamos con otras personas nos movemos, necesariamente, en un doble registro; el directamente ligado al significado de las palabras, y el vinculado a la manera en que el mensaje ha sido formulado.[6]

Así pues, cuando participamos en un diálogo que funciona realmente bien, nos damos cuenta de que confluyen de manera armoniosa dos requisitos. Por un lado, observamos que hay unos contenidos argumentales que se van modelando en la relación dinámica y fecunda que se establece entre los diferentes interlocutores que se esfuerzan por dar respuesta a las cuestiones planteadas. En este sentido, el diálogo se manifiesta como una activa vía de investigación racional. Por otra parte, lo que decimos y cómo lo decimos se va construyendo sobre la base de la empatía y el respeto, de tal manera que el diálogo, a pesar de las opiniones contrapuestas, refuerza los lazos afectivos, y uno se siente parte de un grupo que, además de palabras, comparte un saludable vínculo personal.

Por esta razón, podemos concluir que el diálogo entre amigos es una de las experiencias más gratificantes que uno puede vivir, ya que en él se alían las razones y las emociones con un objetivo común: intentar entender el mundo en el que vivimos para así poder construir una vida más llena de sentido. O, dicho con palabras de Sócrates, el gran maestro del diálogo: “el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros… una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre».[7]

 

[1] Autores como Miguel de Unamuno en el articulo, Becós o Paul Watzlawick en el El lenguaje del cambio mencionan esta historia. Yo también he consultado, Cronaca di fra Salimbene parmigiano: dell’ordine dei minori, volgarizzata da Carlo Cantarelli sull’edizione unica del 1857; corredata di note e di un ampio indice per materie, Parma: Luigi. Battei, 1882.

[2] Recomiendo la lectura del capítulo, El juego de la naturaleza del libro de David Eagleman, El cerebro. También las investigaciones seminales de René Spitz.

[3] La realidad en colores.

[4] Entrevista a El País, 17 juliol de 2016 “Si me dijeran que permaneciera a la pata coja diciendo qué nos hace felices en la vida, solo diría “otras personas” antes de caerme al suelo”.

[5] Gravedad con sentido o Las verdades del diálogo.

[6] Paul Watzlawick es quien me ha hecho pensar más sobre esta cuestión. Recordemos el segundo axioma de la comunicación: «Toda comunicación tiene un aspecto de contenido y un aspecto relacional tales que el segundo clasifica al primero y es, por ende, una metacomunicación».

[7] Platón. Apología de Sócrates.

 

© Esther Feliubadaló · www.estherfeliubadalo.cat

Libros consultados:

  • Gilbert, Daniel. Tropezar con la felicidad. Barcelona: Destino, 2006.
  • Platón, Diálogos I. Madrid: Gredos, 1990.
  • Salimbene, da Parma. Cronaca di Fra Salimbene Parmigiano: dell’ordine dei minori, volgarizzata da Carlo Cantarelli sull’edizione unica del 1857. Parma: Luigi Battei, 1882. 2 vol.
  • Spitz, Rene A. “Hospitalism: an inquiry into the genesis of psychiatric conditions in early childhood”. Psychoanalytic Study of the Child. New Haven: Yale University Press. Núm. 1 (1945), p. 53-74.
  • Unamuno, Miguel de. Obras completas: vol. IX: discursos y artículos. Madrid: Escelier, 1966.
  • Watzlawick, Paul; Beavin Bavelas, Janet H.; Jackson, Don D. Teoría de la comunicación humana. Interacciones, patologías y paradojas. 10a. ed. Barcelona: Herder, 1995.
  • Watzlawick, Paul. No es posible no comunicar. Barcelona: Herder, 2014.